Llevo una semana repitiendo palabras bajo mi aliento. La lengua del norte se convirtió en una obsesión.
"Tarn vael"... "Virenh kalom"... "Sae'laeth"...
Repetía frases hasta dormirme. Murmuraba palabras mientras comía. Me corregía a mí misma en voz baja cuando confundía los tiempos verbales. Practicar ese idioma era como desenterrar una melodía perdida.
Pasaba horas en la biblioteca vieja, en la sección prohibida del ala este. Los estantes crujían al mínimo roce y los libros olían a cosas olvidadas. Algunos estaban sellados con cera rota; otros, envueltos en telas oscuras, como si temieran ser leídos.
Y aun así, me sentía más viva allí que en cualquier baile de gala.
No noté los pasos hasta que la voz me cortó la concentración.
—¿Y si en vez de "mi coraje florece", estás diciendo "mi trasero florece"? —dijo mamá, cruzada de brazos en el umbral, vestida con una bata de terciopelo, el cabello blanco recogido en una trenza floja.
Casi tiré el libro.
—¡Madre!
Se acercó, recogiendo el tomo con cuidado, leyéndolo con una ceja levantada.
—¿Puedo saber por qué la princesa está leyendo una lengua enemiga?
—Quiero saber qué dijo ese prisionero —confesé, sin pensar. Era la verdad.
Ella resistió la risa, pero sus ojos no mentían.
—Dijo... que tenías un lindo rostro para tener un heredero.
Mi corazón dio un brinco. La sangre se me subió al rostro, como si me hubieran arrojado dentro de un horno.
—¿Él... él cree que soy linda?
Mamá suspiró, con una risita breve.
—Selene, soy tu madre. No sería capaz de repetir esa perversión tan directa. Conformate con mi versión.
Intenté no sonreír. Fracasé miserablemente.
—Mamá... ¿cuándo supiste que amabas a mi padre? Quiero decir... él no era un noble, ni un príncipe, ni siquiera tenía tierras. ¿Cómo es que...?
Mi madre entrecerró los ojos, pensativa. Se sentó frente a mí, como si también ella estuviera volviendo a sus diecisiete.
—¿Sabes la historia de la torre? —preguntó.
Asentí.
—Que era una guarida de ladrones y traidores hasta que se incendió sin dejar ningún sobreviviente. Que te tomaron prisionera y papá fue quien te rescató.
Ella sonrió, pero fue una sonrisa que no llegó a los ojos.
—¿Sabes qué es lo más sorprendente? Que soy la protagonista de esa historia y no recuerdo haber estado allí nunca. Pero... hay días en los que siento como si alguien nos observara desde esa torre.
Me estremecí.
—A mí me da escalofríos —susurré.
Se levantó y, antes de irse, me acarició el cabello como cuando era niña.
—Sea lo que pretendas hacer...
—Sé que me amas y que siempre me apoyarás —interrumpí, con esperanza.
—No. Quiero decir que es una mala idea. Ese joven que está abajo está ahí por algo, Selene. Tu padre no será indulgente esta vez con este prisionero, como lo fue con los otros.
Y se fue, dejándome con más preguntas que respuestas.
Esa noche, la luna parecía cortada en dos.
Caminé por los pasillos en silencio, con una linterna envuelta en tela. Me deslicé entre columnas y sombras hasta llegar al calabozo. El guardia me saludó con indiferencia; ya estaba acostumbrado a mis visitas médicas.
Estaba despierto, sentado, encorvado contra la pared, la sombra de sus pestañas proyectada en la piedra.
—Vireh... kalôth —dije con cuidado.
Alzó las cejas. Su boca se curvó en algo que tal vez era una sonrisa. O una mueca.
—¿Eso fue... "buenas lunas"? —preguntó en voz baja, en la lengua común.
—¿Lo dije mal?
—Dijiste "los pantalones tienen hambre".
Rodé los ojos.
—Podrías al menos fingir que lo estoy intentando bien.
—Podrías al menos dejar de torturarme con tu acento —respondió él, sin malicia. O al menos no mucha.
—Estoy aprendiendo.
—A torturar lenguas muertas. Felicidades, princesa.
—No soy princesa —dije, limpiando su herida—. Soy heredera. Es peor.
Él rió, seco. Su voz era grave, hermosa incluso cuando se burlaba.
—¿Por qué haces esto? ¿Por lástima?
Me tomó por sorpresa. Su tono era ácido, pero no frío. Más bien... cansado.
—Por compasión —respondí—. Algunas personas deberían tenerla de vez en cuando.
Me miró como si no supiera si reírse o echarme agua sucia. Al final, suspiró.
—¿Te han dicho que eres imposible?
—Sí. También que tengo buen cutis.
Silencio. Largo. Tranquilo.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunté, susurrando.
Un silencio se deslizó entre los barrotes. Él me miró fijamente, como si intentara desarmarme con la mirada.
—Caelan —dijo, por fin.
Sonreí.
—¿Y qué hiciste para terminar aquí, Caelan? ¿Robaste una vaca real? ¿Escupiste en el vino de mi padre?
Caelan bajó la mirada, pero respondió sin vacilar.
—Intenté negociar un cese al fuego. Sin el permiso de mi padre. Y me capturaron.
Mi corazón se encogió.
—¿Cómo?
—Fui enviado como emisario de paz. Un cese al fuego. Un tratado. Pero mi padre... no aprobó el gesto. Prefería mártires a diplomáticos.
Me quedé en silencio. Cada hilo de mis pensamientos se enredaba.
Caelan no era un ladrón. No era un traidor.
Era un caballero. Uno que había intentado detener una guerra. Solo.
Me quedé helada.
—Entonces... tú eres...
—Un prisionero. Eso es todo lo que importa aquí.
Caelan desvió la mirada, el rostro endurecido por la vergüenza y la rabia por haber fracasado en una misión de buena fe. Él quería lo mismo que yo: paz.
Yo solo podía pensar en sus manos atadas, en su cuerpo herido, en todo lo que debió soportar por intentar hacer lo correcto.
—Ahora ya sabes quién soy. ¿Estás satisfecha?
—No —respondí, con firmeza.
Me levanté, recogiendo el frasco vacío. Él me miró, sorprendido.
—¿Entonces qué quieres?
—Escucharte de nuevo.
Me sonrió por primera vez. No fue una mueca. No sarcasmo.
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Editado: 13.04.2025