POV: Lucas
Me quedé quieto en el hall, observándolos mientras se alejaban. Mariana e Ismael salieron juntos, hablando y riendo de algo que no alcancé a oír. Ella le decía algo y él respondía con ese gesto exagerado que siempre lo hace ver tan seguro. La complicidad se notaba de lejos.
No era la primera vez que la veía reír con alguien más. No era la primera vez que él la acompañaba hasta el auto. Pero esta vez… esta vez me golpeó distinto. Sentí que si seguía mirándolos un segundo más, se me iba a notar en la cara.
Me giré rápido y encaré hacia la biblioteca. Aunque en el fondo no quería estudiar.
Tenía apuntes de sobra para repasar el plan terapéutico de la vaca del ateneo, pero lo que me pesaba no estaba en los papeles, era esa imagen que se repetía, una y otra vez, de ella caminando con él.
Me senté frente a una mesa vacía, abrí la carpeta, saqué los marcadores y pasé de página en página sin leer una sola línea. Todo se mezclaba, protocolos, esquemas de puerperio, epidemiología… y su risa metiéndose entre los renglones.
El murmullo de la sala me perforaba. Dos mesas más allá, una pareja repasaba parasitología, se pasaban los apuntes y reían bajito. El sonido de una lapicera al caer me hizo apretar los dientes. Hasta el crujido de una bolsa de galletitas me resultó insoportable. No era el ruido de afuera lo que me molestaba. Era el mío.
“Se nota que se entienden”, había dicho yo mismo horas atrás. Y claro que lo noté. Se entienden demasiado bien.
Golpeé la tapa de la carpeta con la palma, frustrado. Si ya los primeros días estaba así, ¿cómo iba a aguantar un año entero? Un año de informes, de guardias, de trabajos en grupo… y de ver cómo alguien más ocupaba un lugar que, por dentro, siempre quise que fuera mío.
Me quedé un rato en silencio, mirando alrededor. Los demás estudiaban como si el mundo fuera sencillo: un par de apuntes, subrayar en colores, rendir, aprobar. Yo no podía. El ruido del pasillo, el murmullo de la sala, todo era un eco insoportable porque mi ruido estaba adentro.
Cerré los ojos, me incliné hacia atrás en la silla y dejé que un recuerdo me arrastrara.
---
Recuerdo
Primer día en la facultad, cinco años atrás.
El aula magna estaba llena: mochilas nuevas, apuntes vírgenes, olor a marcadores. Yo estaba nervioso, aunque intentaba disimularlo. Y entonces la vi a ella. Mariana. Estaba peor que yo, se le notaba hasta en la forma de sostener los cuadernos. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sonrió. Esa sonrisa que me desarma desde que la conozco.
Le hice un gesto para que se sentara a mi lado, como si no hubieran pasado los dos meses desde las vacaciones en la estancia. Ese verano en el que caminamos kilómetros entre los eucaliptos, en el que compartimos silencios cómodos que ahora recordaba con nostalgia.
Cuando nos entregaron la primera lista de materias imposibles, se mordió el labio. Entonces me acerqué y le susurré:
—Si sobrevivimos a las mates de la secundaria, podemos con esto.
Se rio. Y yo también. El ambiente se aflojó un poco. Era lo que buscaba: que confiara en mí, que supiera que la iba a acompañar. Aunque por dentro estaba igual o peor que ella, aunque los nervios me carcomieran, quería ser su pilar. Porque ella… ella siempre marcaba la diferencia.Tenía que ser su pilar. Siempre quise serlo.
---
Volví al presente con un nudo en el pecho. Ahora, en el último año, la distancia no la ponían las materias. La poníamos nosotros.
Guardé todo de golpe en la mochila. Ni el plan terapéutico, ni epidemiología, ni el TFI. Nada importaba en ese momento. No podía concentrarme, no con esa incomodidad mordiendo por dentro. Me levanté, caminé sin mirar a nadie y crucé el pasillo como si escapara de algo.
El estacionamiento estaba caluroso y vacío. Subí al auto y apoyé la frente en el volante. Respiré hondo.
—¿Qué me pasa? —murmuré.
Lo sabía. Lo había sabido siempre. Pero decirlo en voz alta era distinto.
Eran celos.
Encendí el motor y arranqué hacia el apartamento. La ciudad pasaba a los costados como un borrón. Todo automático: frenar, doblar, acelerar. Pero adentro, el ruido era otro.
En casa dejé la mochila tirada en el sillón y me desplomé a su lado. Encendí la tele, pasé un par de canales y la apagué sin mirar. Abrí la heladera, encontré una botella de agua y me serví un vaso que quedó olvidado en la mesa.
La rutina no me calmaba. Ni siquiera cocinar algo simple. Todo lo que hacía me devolvía a lo mismo: ella.
Agarré el celular, jugueteé con la pantallas y abrí nuestra conversación. Me quedé mirando el chat vacío unos segundos, como si ahí estuviera la solución.
Escribí:
"Me molestó verte tan feliz con otro."
Lo borré.
Escribí otra cosa:
"Extrañé estar a tu lado en el laboratorio."
También lo borré.
Volví a escribir, borré, volví a empezar. Cada frase me sonaba patética o injusta. El nudo en el estómago se hacía más grande con cada palabra borrada.
Ridículo. No tenía derecho a reclamarle nada. Éramos amigos. Solo eso. O al menos, eso era lo que siempre mostré.
Al final, resignado, tecleé:
Yo: “Perdoná si hoy estuve raro. Estoy cansado nada más. Mañana repasamos lo de Repro, ¿dale?”
La respuesta no tardó. Como si también hubiera estado pendiente.
Mariana: “No pasa nada. Igual noté algo raro. ¿Seguro que todo está bien?”
Me quedé con el celular en la mano, mirándolo fijo. Tenía dos opciones: decirle la verdad o seguir fingiendo.
Elegí la segunda.
Yo: “Sí, estoy bien. Nos vemos mañana.”
Solté el teléfono sobre la mesa. Sabía que acababa de mentirle a la persona que menos se lo merecía.
Y sin embargo, ¿cómo explicarle algo que ni yo terminaba de entender? ¿Cómo decirle que, desde siempre, mi lugar preferido era a su lado… y que ahora me aterraba perderlo para siempre?
Editado: 13.09.2025