POV: Mariana
Una semana. Eso fue todo lo que necesitó la facultad para pasarnos por encima.
Las clases ya no eran una novedad: eran una rutina agotadora de teóricas eternas, prácticas con olor a formol y apuntes que se multiplicaban como si tuvieran vida propia. Anatomía Animal se volvió nuestra sombra: la pensábamos, la temíamos y la veíamos incluso con los ojos cerrados, era la próxima clase.
Después del laboratorio del martes, la distancia con Lucas se volvió más evidente. El miércoles, jueves y viernes estuvo callado, presente como siempre, con esa calidez suya que nunca falta, pero distinto. Su sonrisa no le llegaba a los ojos. Yo lo noté, aunque él nunca lo dijo. Y yo tampoco pregunté.
Salí del aula de Epidemiología con la cabeza a punto de estallar, y apenas era lunes. Bufé con fastidio. Llevaba la carpeta doblada bajo el brazo, el pelo revuelto y los dedos manchados de tinta. Me sentía tan universitaria como agotada. Y, sin embargo, cuando lo vi esperándome afuera, algo en mi pecho se aflojó.
—¿Vamos por un café antes del próximo módulo? —preguntó Lucas, con una media sonrisa.
Asentí. No hablábamos mucho desde esos días grises. Su mensaje del martes, había sido cordial, correcto… pero frío. Aun así, acepté sin pensar demasiado. Algo en su forma de mirarme seguía siendo hogar.
Caminamos hasta la cafetería del campus en silencio. Yo buscaba palabras para romper la tensión; él parecía estar en otro mundo.
—¿Dormiste algo este fin de semana? —pregunté al fin.
—Lo justo para no morir en la camilla del práctico.
Ambos reímos con ese cansancio compartido que ya nos era familiar.
Nos sentamos en una mesa junto a la ventana. La luz entraba cálida, envolviéndonos como un abrazo suave. Por un instante, todo el ruido del mundo quedó afuera.
—¿Te fue bien en el repaso? —pregunté mientras revolvía mi café.
—Sí. Aunque me distraje bastante —dijo, mirando el vapor que salía de su taza—. Pensé en cosas que no tienen que ver con la carrera.
Su voz sonó baja, casi como si no hablara conmigo, sino consigo mismo.
—¿Cosas como qué?
Se quedó callado un segundo.
—Como todo lo que cambió en tan poco tiempo —dijo al fin, en voz baja—. La facultad, el grupo, nosotros.
“¿Nosotros?” La palabra me quedó vibrando en la cabeza. Quise preguntarle a qué se refería, pero no me animé. No ahí. No con esa mirada que me lanzó después: cálida, pero llena de cosas que no decía.
—¿Te molesta que me lleve tan bien con Ismael? —pregunté de golpe.
Lucas apoyó la taza con cuidado sobre el plato.
—No. Solo me sorprende… la rapidez. Pero está bien. Es tu amigo, como yo. Es tu vida.
Dolió. Porque no fue un reproche. Fue casi un permiso que yo no había pedido.
—No estoy saliendo con él, si es lo que pensás —aclaré, rápido—. Es solo un buen amigo… como vos.
Lucas no dijo nada. Bajó la mirada, y entonces sonrió de costado.
—Perdón. Estoy un poco idiota últimamente.
—Lo noté —dije, devolviéndole la sonrisa.
—Gracias —ironizó.
Me reí y corregí:
—No me refería a eso, sino a que te noto distinto.
Ambos reímos. Y ahí estaba otra vez. Ese instante de paz entre nosotros. Esa burbuja que solo se forma cuando todo lo que no se dice… igual se siente.
No hablamos más del tema. A veces, el silencio era lo único que nos salvaba de decir demasiado.
---
Al salir de la cafetería, caminamos despacio. Faltaba un rato para la clase de Anatomía y, de pronto, Lucas habló:
—Hace tiempo que no vas al jacarandá, ¿verdad?
Lo miré sorprendida.
No esperaba que lo nombrara. El jacarandá era nuestro secreto, nuestro lugar invisible en medio del caos. Solo escucharlo me hizo sentir que todavía existía ese ‘nosotros’ que parecía desvanecerse. Que aún teníamos algo solo nuestro.
—No desde que empezaron las clases.
Él asintió.
—Todavía tenemos un poco de tiempo. ¿Querés ir?
No tuve que pensarlo. Ese lugar era nuestro secreto, y solo nombrarlo me llenaba de calma.
Cruzamos el patio, rodeamos el edificio viejo y nos metimos entre los arbustos, por el sendero que casi nadie conocía. El murmullo del campus fue quedando atrás hasta que lo vimos: el jacarandá, más alto que la última vez, sus ramas moviéndose suaves con la brisa.
Nos sentamos en el tronco, como otras tantas veces a lo largo de estos cinco años. Era increíble cómo ese rincón, escondido a la vista de todos, podía devolverme la misma paz de siempre.
—¿Te acordás la primera vez que vinimos? —preguntó Lucas, mirando hacia arriba.
---
Recuerdo
Una tarde, después de que nos cancelaran una clase, Lucas me escribió:
Lucas: “Tengo algo que mostrarte. ¿Tenés un rato libre?”
Yo: “Sí. ¿Dónde?”
Lucas: “Pasá por el lado del edificio viejo. Te espero.”
Fui sin saber qué me esperaba. Cuando llegué, él estaba de pie cerca de unos arbustos altos, con las manos en los bolsillos y esa sonrisa tranquila que siempre me desarma.
—¿Me seguís? —me dijo en voz baja.
Asentí, y caminó delante de mí, guiándome entre la vegetación. Avanzamos por un sendero casi invisible, hasta que el ruido del campus quedó atrás.
Allí apareció: un árbol joven, con sus primeras flores violetas asomando entre las ramas.
Un jacarandá.
Me frené a unos pasos, emocionada.
—¿Es en serio?
Lucas asintió.
—Lo descubrí hace unos días. Me hizo pensar en vos. En nosotros. En la estancia.
Me acerqué y apoyé la mano sobre el tronco. No era tan imponente como el de mi casa, pero tenía esa misma paz callada. Esa fuerza serena que solo un jacarandá puede transmitir.
—Pensé que podía ser nuestro lugar —dijo él—. Como el de allá. Un refugio, pero acá.
Me atravesó un nudo en la garganta. Lucas no solía hablar así. Y, sin embargo, esas palabras quedaron grabadas.
Nos sentamos bajo la sombra. Hablamos de todo: de lo que soñábamos hacer, de las prácticas, de las dudas.
Editado: 13.09.2025