Seis meses antes
Ginebra, Suiza
El aire en la suite presidencial del Hôtel des Bergues olía a derrota.
Alistair de Launay estaba de pie frente al ventanal, pero no veía el resplandor del lago Lemán ni la majestuosidad del Jet d'Eau. Veía el reflejo de un hombre roto. Su imperio naviero, construido sobre generaciones de orgullo, se había desmoronado. La última reunión con los abogados de Dimitri Volkov no había sido una negociación; había sido la lectura de una sentencia de muerte. Lo había perdido todo.
O casi todo.
Recordó la sonrisa gélida del abogado principal mientras le presentaba la "alternativa". Una cláusula final, tan inesperada como monstruosa. "El señor Volkov no tiene interés en las ruinas de su empresa, Monsieur de Launay", había dicho el hombre. "Pero sí tiene un gran aprecio por la belleza única. Y considera que su hija es la obra de arte más exquisita de Europa". En ese momento, Alistair comprendió que esto nunca había sido solo por negocios. Había sido una cacería. Y su hija siempre había sido el trofeo.
La puerta de la suite se abrió y Seraphina entró, su rostro iluminado por una sonrisa preocupada.
—Papá, ¿estás bien? Llevas horas encerrado. ¿Cómo ha ido la reunión?
Verla fue como si le clavaran un cuchillo en el pecho. Su hija. Su tesoro. Tan hermosa, tan ajena al abismo que se abría bajo sus pies.
—Seraphina, siéntate —dijo, su voz era un graznido.
Ella frunció el ceño, su sonrisa desvaneciéndose al ver la expresión demacrada de su padre. Se sentó en el borde de un sofá de seda, sus manos juntas sobre su regazo.
Alistair se giró para enfrentarla, cada palabra era una tortura.
—He perdido la empresa, hija. Todo. Estamos arruinados.
Los ojos de Seraphina se abrieron de par en par, pero no gritó. No lloró. Solo esperó. Sabía que había algo más.
—El hombre al que le debo… todo… —continuó Alistair, su voz quebrándose—. Ha hecho una contraoferta. Una forma de saldar la deuda por completo. De permitirme conservar mi nombre, una pensión. Una forma de evitar que acabe en una cuneta.
—¿Qué forma, papá? —preguntó ella, su voz era un susurro helado.
Alistair de Launay no pudo mirar a su hija a los ojos. Miró sus zapatos de dos mil dólares, ahora símbolos de una vida que ya no le pertenecía.
—Él… te quiere a ti, Seraphina.
El silencio que siguió fue absoluto. Un universo de horror contenido en un solo instante. Seraphina no se movió, no parpadeó. Era como si una capa de hielo se hubiera formado sobre su piel, protegiéndola del dolor insoportable de la traición. Por dentro, su mundo se hacía añicos. Por fuera, se convertía en una estatua.
—¿Qué significa "me quiere a mí"? —preguntó, su voz era peligrosamente tranquila.
—Un contrato —explicó su padre, las palabras saliendo de su boca como veneno—. Un contrato de matrimonio. Por un año. Vivirás con él, como su esposa, durante trescientos sesenta y cinco días. Cumplirás con… tus deberes como tal. Y al final de ese año, la deuda quedará saldada. Serás libre. Y yo… yo podré vivir.
Seraphina se levantó. Caminó hacia la ventana, dándole la espalda a su padre. Observó el agua del lago, tan tranquila, tan indiferente a la destrucción de su mundo. Vendida. Por el hombre que debía protegerla. Para salvarse a sí mismo. Y entregada a un monstruo sin rostro que la había estado cazando en silencio.
—¿Y si me niego? —preguntó, su reflejo en el cristal era el de una reina de hielo.
—Nos destruirá a ambos —sollozó Alistair—. No solo económicamente. Él… es un hombre muy peligroso, Seraphina.
Ella cerró los ojos. El miedo era un animal salvaje arañando sus entrañas. Pero supo que mostrarlo era morir. Comprendió que no tenía elección sobre su destino, pero sí sobre cómo enfrentarlo. No sería una víctima llorosa. No le daría a ese monstruo, ni a su padre, la satisfacción. Sería una actriz. Interpretaria el papel más difícil de su vida.
Se giró lentamente. Su rostro estaba sereno, sus ojos secos y tan fríos como el lago.
—De acuerdo —dijo, y su voz no tembló—. Dile al señor Volkov que acepto sus términos.
Alistair la miró, una mezcla de alivio y vergüenza en su rostro.
—Seraphina, yo…
—No digas nada más, padre —lo interrumpió, su voz era cortante y final—. Has hecho tu trato. Ahora, yo cumpliré mi condena.
Y en ese momento, la mariposa guardó sus alas. La niña murió. Y en su lugar, nació la estratega. Una mujer que caminaría hacia la jaula del zar no como un sacrificio, sino como una jugadora en la partida más peligrosa de su vida. Tenía un año para sobrevivir. Y juró, en el silencio de su corazón roto, que lo haría.
Editado: 31.07.2025