Propiedad del Zar

Capítulo 1: Día Uno de Trescientos Sesenta y Cinco

Mónaco

El auto se deslizaba por las calles de Mónaco con un silencio reverente, un fantasma de lujo en un paraíso de riqueza. A través del cristal blindado, Seraphina de Launay veía el mundo exterior como si fuera una película. Yates del tamaño de mansiones se mecían en el puerto azul, boutiques de alta costura exhibían joyas inalcanzables y gente hermosa y despreocupada reía en los cafés. Era un mundo que ella había conocido, al que había pertenecido. Ahora, solo era el decorado de su jaula.

El vehículo no se detuvo en un hotel ni en una villa junto al mar. En su lugar, se adentró en el corazón del distrito más moderno y se detuvo frente a un rascacielos de cristal y acero negro que parecía apuñalar el cielo. Era una estructura brutalista, fría e imponente, que no tenía nada que ver con la elegancia clásica del principado.

"Sobreviviré a esto", se repitió Seraphina por enésima vez, un mantra silencioso para acallar el pánico que amenazaba con ahogarla. "Soy una de Launay". Pero el nombre de su familia ya no era un escudo. Era la razón de su condena.

Un hombre con un traje oscuro y un auricular en el oído le abrió la puerta sin decir una palabra. La escoltó a través de un vestíbulo de mármol negro tan pulido que parecía un lago helado, hasta un ascensor privado que ascendió en un silencio absoluto. El viaje pareció durar una eternidad.

Cuando las puertas se abrieron, lo hicieron directamente a un penthouse que le robó el aliento.

Era inmenso. Un espacio de dos pisos con paredes de cristal que ofrecían una vista panorámica de 180 grados sobre Mónaco y el Mediterráneo. Pero no había calidez. El mobiliario era minimalista, de diseño italiano, en tonos de gris, negro y blanco.

Obras de arte moderno de valor incalculable colgaban de las paredes, pero parecían elegidas como una inversión, no por amor al arte. Era la casa de un hombre que no vivía, sino que poseía. Un mausoleo al poder.

El guardaespaldas hizo un gesto hacia el centro de la sala y luego se retiró, la puerta del ascensor cerrándose con un suave zumbido, sellando su entrada en la prisión.

Estaba sola. O eso creía.

Esperó, su espalda recta, sus manos entrelazadas frente a ella, una estatua de serenidad en medio de la fría opulencia. Contó hasta cien en su cabeza.

Luego hasta doscientos. La estaba poniendo a prueba.

—Seraphina de Launay.

La voz no vino de la entrada. Vino de las sombras, de una escalera de caracol que descendía de un segundo piso que no había visto. Era una voz profunda, un retumbar grave con un marcado acento ruso.

Él descendió lentamente, sin prisa. Era más alto de lo que había imaginado, y no tenía el cuerpo blando de un magnate, sino la constitución densa y poderosa de un luchador. Llevaba un traje oscuro hecho a medida que no lograba ocultar la fuerza animal que emanaba de él. Su rostro era una obra de arte de rasgos duros y cincelados: una mandíbula fuerte, pómulos altos y una boca que parecía incapaz de sonreír. Y luego estaban sus ojos. Eran de un gris pálido, como el cielo antes de una tormenta de nieve, y la miraban con una intensidad analítica, desprovista de cualquier emoción. Una fina cicatriz blanca rozaba su ceja izquierda, el único defecto en una simetría peligrosa.

Era Dimitri Volkov. El Zar. Su dueño.

—Es un placer, finalmente, conocerla en persona —dijo, deteniéndose a unos metros de ella. La palabra "finalmente" flotó en el aire, cargada de un significado que ella no pudo descifrar.

—Señor Volkov —respondió Seraphina. Su voz, para su inmenso alivio, salió firme y fría. Era la voz de la actriz que había nacido en Ginebra.

Él comenzó a caminar a su alrededor, sin tocarla, como un lobo rodeando a su presa. La estaba evaluando, catalogando.

—Es aún más hermosa que en sus fotografías —murmuró, casi para sí mismo. La frase la golpeó con la fuerza de una bofetada. Así que era verdad. No había sido una elección al azar. Él la había elegido.

La había cazado.

Se detuvo frente a ella, tan cerca que podía oler su colonia, una fragancia sutil de cuero y abedul.

—Conoce los términos de nuestro acuerdo, pero repasemos las reglas de esta casa —dijo, su tono era el de un director ejecutivo dictando un memorando—. Este es su hogar durante el próximo año. Tiene acceso a todo: la piscina, el gimnasio, la biblioteca, el chef personal. Se le proporcionará todo lo que desee: ropa, joyas, libros. Lo único que no puede tocar es mi estudio. Y la puerta principal. No saldrá de este edificio sin mi permiso explícito y sin mi compañía.

Seraphina asintió, una inclinación de cabeza casi imperceptible.

—A cambio —continuó él, su mirada bajando a los labios de ella por un instante—, se espera que cumpla su papel como mi esposa. Asistirá a eventos sociales a mi lado. Será la anfitriona en mis cenas de negocios. Sonreirá cuando yo se lo indique. Y, por supuesto, compartirá mi cama.

La última frase fue pronunciada con la misma frialdad que el resto, como un simple punto más en la lista de deberes. Por dentro, Seraphina sintió que el hielo de sus venas se resquebrajaba, liberando una ola de pánico nauseabundo. Pero su rostro permaneció impasible.




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