Propiedad del Zar

Capítulo 2: La Armadura y la Bestia

=Suite de Seraphina, Penthouse de Mónaco - Tarde=

La habitación asignada a Seraphina no era una celda. Era una jaula de proporciones palaciegas. Las paredes estaban tapizadas en seda color perla, los muebles eran de un diseño italiano tan elegante que dolía a la vista, y un balcón privado ofrecía una vista vertiginosa del mar Mediterráneo. Un vestidor del tamaño de su antiguo apartamento en París ya estaba lleno de ropa de alta costura, toda de su talla, en una paleta de colores neutros y sofisticados que gritaban riqueza silenciosa.

Él la había estado estudiando. La idea le provocó un escalofrío que no tenía nada que ver con la brisa marina que entraba por el balcón.

Se detuvo frente a un espejo de cuerpo entero que flanqueaba el vestidor. Por primera vez desde que había aceptado el trato, se obligó a mirarse de verdad. A evaluarse como él la había evaluado a ella.

Seraphina de Launay era la personificación de la elegancia del viejo mundo. Alta y esbelta, con la postura de una bailarina. Su cabello, de un rubio tan pálido que bajo ciertas luces parecía plata, caía en ondas suaves hasta la mitad de su espalda. Su rostro era de una belleza clásica, casi etérea: pómulos altos, una nariz recta y delicada, y una boca que, aunque ahora estaba tensa en una línea de determinación, había sido hecha para sonreír. Pero sus ojos eran su rasgo más llamativo. Eran de un azul grisáceo, del color del cielo sobre el Atlántico Norte antes de una tormenta, y en ellos se arremolinaba una inteligencia y una melancolía que desmentían su apariencia frágil.

Era una belleza que había sido su privilegio y su maldición. Había abierto todas las puertas de la alta sociedad, pero también la había convertido en un objeto de deseo, en una pieza de colección. Y ahora, en el trofeo de un zar.

"Esta mujer que ves", se dijo a sí misma, tocando el frío cristal del espejo, "es tu armadura". La elegancia sería su escudo. La compostura, su arma. No podía permitirse el lujo de ser la chica asustada que se sentía por dentro. Tenía que ser la Señora Volkov, una creación tan impecable y fría como el mármol de su nueva prisión.

Ivana, la severa ama de llaves, entró sin llamar.

—El señor Volkov ha solicitado que use el vestido azul para la cena de esta noche. Un estilista y un maquillador llegarán en una hora.

Seraphina no se giró.

—Gracias, Ivana.

Incluso su ropa era una orden. Una pieza más en el tablero de ajedrez de él. Se dirigió al vestidor y encontró el vestido. Era de una seda azul zafiro que parecía líquida al tacto, con un corte simple que insinuaba más de lo que mostraba. Era exquisito. Y era el uniforme de su primera batalla.

=Estudio de Dimitri, Penthouse de Mónaco - Tarde=

Mientras Seraphina se preparaba para su papel, Dimitri Volkov estaba en su santuario. Su estudio no se parecía en nada al resto del penthouse. No había arte moderno ni diseño minimalista. Era una habitación anclada en la historia y el poder. Paredes revestidas de madera oscura, pesadas cortinas de terciopelo y una colección de mapas antiguos y armas históricas.

Él estaba de pie frente a un enorme escritorio de caoba, no trabajando, sino observando una única fotografía enmarcada que siempre estaba sobre su mesa. No era una foto de su familia, de la cual no hablaba. No era de una mujer. Era la imagen en blanco y negro de un niño de unos diez años, delgado, con el pelo rapado y unos ojos grises que ya contenían una tormenta. Estaba de pie en la nieve, frente a un edificio de bloques de hormigón en algún lugar desolado de la Rusia postsoviética. El niño era él.

Dimitri Volkov no había nacido zar. Se había forjado a sí mismo en el fuego de un mundo sin piedad.

Había crecido en los orfanatos de Volgogrado, donde la única ley era la del más fuerte. Había aprendido que el miedo era una moneda y la violencia, un lenguaje universal. Había luchado en las guerras de Chechenia, no por patriotismo, sino por la oportunidad de escapar del infierno en el que había nacido. Y allí, en el barro y la sangre, había descubierto que tenía un talento natural para la estrategia y una absoluta falta de escrúpulos.

Construyó su imperio desde la nada, primero en el mercado negro, luego en el tráfico de armas, y finalmente, lavando su fortuna en negocios legítimos: navieras, minería, bienes raíces de lujo.

Era un hombre que entendía el poder en su forma más cruda. Y entendía que todo, y todos, tenían un precio.

La adquisición de Seraphina de Launay no era solo un capricho. Era la culminación de su ascenso. Ella representaba todo lo que él nunca había tenido: linaje, clase, una belleza pura que no había sido manchada por la brutalidad del mundo. Era la antítesis de su propia historia. Y por eso mismo, la necesitaba. Poseerla era como poseer el pasado que nunca tuvo, era la prueba definitiva de que el niño huérfano de la fotografía había conquistado el mundo.

Su intercomunicador sonó.

Señor, sus invitados han llegado.

Dimitri apartó la vista de la fotografía, el niño de la nieve desapareciendo para dar paso al zar.

—Que pasen al salón. Dile a mi esposa que baje en cinco minutos.

Se ajustó la corbata, su rostro volviendo a ser una máscara de fría impasibilidad. El juego de la noche estaba a punto de comenzar. Y estaba ansioso por ver cómo su nueva y exquisita posesión se comportaría en la arena de los leones.




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