Propiedad del Zar

Capítulo 3: La Cena de los Leones

=Penthouse de Mónaco - Noche=

El reflejo que le devolvía el espejo era el de una extraña. Una mujer de una calma glacial, envuelta en seda azul zafiro, con el pelo rubio recogido en un moño bajo y elegante del que escapaban unos pocos mechones, como si fuera una imperfección deliberada. Los diamantes en sus orejas y su garganta eran fríos al tacto. Eran la armadura que él le había proporcionado.

Seraphina respiró hondo, apartando a la chica aterrorizada que gritaba en su interior. En su lugar, convocó los fantasmas de su educación: las lecciones de su madre sobre cómo dirigir una mesa, las tardes con su tutor de historia del arte, las cenas diplomáticas a las que había asistido con su padre. Todas las habilidades de una vida de privilegios se convertirían ahora en sus armas de supervivencia.

Cuando descendió por la escalera de caracol, el murmullo de las conversaciones en el salón se detuvo. Tres hombres y dos mujeres, todos de mediana edad y vestidos con una opulencia que gritaba poder, se giraron para mirarla. Y junto a la chimenea, sosteniendo un vaso de whisky, estaba Dimitri.

Sus ojos grises la recorrieron, una inspección lenta y minuciosa. No había calidez en su mirada, pero sí una chispa de... algo. ¿Aprobación? ¿Intriga? Se acercó a ella y le ofreció el brazo.

—Queridos amigos —dijo Dimitri, su voz era un retumbar que se apoderó de la sala—. Les presento a mi esposa, Seraphina.

El brazo que Seraphina tomó era duro como el acero. Ella sonrió, una sonrisa educada y serena.

—Es un placer conocerlos a todos.

La cena fue un campo de minas. Los hombres eran depredadores. Uno, un traficante de armas francés llamado Bastien Moreau, con ojos lascivos y una sonrisa húmeda. Otro, un magnate naviero griego, corpulento y ruidoso. El tercero, un banquero suizo, silencioso y reptiliano. Sus esposas eran tan peligrosas como ellos, mujeres con sonrisas de porcelana y ojos que calculaban el valor de los diamantes de Seraphina en un instante.

Pero la "muñeca" que Dimitri esperaba que se sentara en silencio y sonriera, no apareció.

En su lugar, Seraphina se convirtió en la anfitriona perfecta. Debatió sobre la última bienal de Venecia con el banquero suizo, que resultó ser un coleccionista de arte. Habló de rutas marítimas del Egeo con el magnate griego, recordando veranos de su infancia en las islas. Y cuando Bastien Moreau intentó arrinconarla con preguntas sobre política francesa, ella le respondió en un francés impecable, demostrando un conocimiento que lo dejó sin palabras.

Dimitri observaba desde la cabecera de la mesa, en silencio. Estaba atónito. Esperaba una pieza de colección hermosa pero vacía, un adorno para su mesa. En su lugar, tenía a una mujer que no solo navegaba en su mundo de tiburones, sino que lo hacía con una gracia y una inteligencia que los desarmaba. Su fascinación inicial, el juego de ver si podía romperla, se estaba transformando en algo más complejo. Un orgullo oscuro y posesivo. Esta mujer... era digna de ser una zarina.

Fue Bastien Moreau, irritado por haber sido superado intelectualmente, quien decidió probar sus límites.

—Debe ser un cambio de vida fascinante para usted, señora Volkov —dijo, su tono deliberadamente condescendiente—. De los salones de té de la alta sociedad parisina a... bueno, a este mundo de negocios tan… vigoroso.

La mesa quedó en silencio. Era un insulto velado, un recordatorio de que ella era una forastera, un objeto comprado. Todos miraron a Dimitri, esperando la explosión. Una nube de furia helada se formó en los ojos del Zar, y estaba a punto de aplastar a Moreau por su insolencia.

Pero antes de que pudiera hablar, Seraphina se rio. Fue una risa suave y musical.

Dejó su copa de vino y le dedicó a Bastien una sonrisa serena y absolutamente demoledora.

—Al contrario, Monsieur Moreau. Encuentro que los principios son los mismos en todos los mundos de poder. —Su voz era suave, pero cada palabra era un golpe preciso—. La lealtad se valora. La inteligencia se respeta. Y los hombres que carecen de modales… —hizo una pausa, su mirada recorriendo la mesa—, tarde o temprano, se quedan sin postre.

El magnate griego soltó una carcajada. La esposa del banquero se cubrió la boca para ocultar una sonrisa. Bastien se puso rojo de furia, humillado públicamente con la elegancia de un golpe de estoque.

Dimitri miró a Seraphina, y la chispa en sus ojos ya no era de intriga. Era un fuego. El juguete no solo tenía dientes. Tenía el veneno de una víbora real.

Cuando los invitados finalmente se marcharon, un silencio tenso llenó el penthouse. La actuación había terminado.

—Ha impresionado a mis invitados —dijo Dimitri, acercándose a ella.

—Solo he sido una buena anfitriona —respondió Seraphina, volviendo a su máscara de fría indiferencia—. Es parte del contrato.

La palabra "contrato" fue un recordatorio deliberado. Un muro. Él no era su marido. Era su dueño.

—Humilló a Bastien Moreau —continuó él, su voz era un murmullo bajo—. Es un hombre peligroso y vengativo. Ahora le ha dado una razón para que no le agrade.

Seraphina lo miró, sus ojos azules sin miedo.

—Y yo le he dado a usted, y a sus amigos, una razón para respetarme. A veces, el respeto es más importante que el agrado.




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