Capítulo 3: Cero grados emocionales
A la mañana siguiente, cuando bajé a la cocina con el pelo enredado y el alma arrugada, ya estaban todos despiertos. Las nenas estaban descalzas, armando una pista de baile con almohadas, y él… él estaba impecable. Como siempre.
Camisa blanca. Sin una arruga. Ni en la ropa ni en el alma, parecía.
—Buenos días —dije, todavía con voz de almohada.
Él apenas levantó la vista del celular.
—Hola.
Listo, ahí estaba: el Martínez que conoció. Frío como el congelador de una heladería abandonada. El mismo que en cinco años de trabajo jamás me había preguntado si necesitaba algo. Ni una vez. El que hablaba poco y juzgaba mucho con los ojos.
La diferencia ahora era que tenía que sentarme en su mesa. Tomar café con él. Actuar como si fuera su esposa, pero con la gracia de una planta decorativa.
— ¿Dormiste bien? —le preguntó, intentando tener una conversación medio normal. O lo que sea que uno tiene con un jefe que ahora dice que sos su esposa.
—Sí. Vos roncás.
Me atraganté con mi propia saliva. Las nenas se rieron.
—¡Es mentira! —dijo Vera, tapándose la boca—. Emilia no ronca, hace ruiditos chiquitos como un perrito.
Yo quería evaporarme. O por lo menos que la tierra me tragará un 40%.
Martínez no se enoja. Ni siquiera un poquito. Se limitó a servirse jugo como si no hubiera escuchado nada. Como si ni siquiera estuviera en la misma habitación que nosotras.
Yo no sé si era su forma de protegerse, o si de verdad era emocionalmente alérgico a la cercanía humana. Pero su frialdad me incomodaba. Mucho. Porque mientras yo intentaba crear un ambiente familiar fingido pero cálido, él parecía más concentrado en no despeinarse el alma.
—¿Te molesta que las chicas hagan ruido? —pregunté en voz baja, acercándome a él mientras las nenas corrían por el living con medias resbaladizas.
-No. Lo que me molesta es el desorden —respondió sin mirarme.
Ah, claro. Las risas, las canciones, los dibujos tirados por el piso… caos. Y él, un hombre de control.
—Son niñas —dije, como si eso explicara todo. Y lo hacía.
-Perder. Pero están en mi casa.
Mi casa . No nuestra . No la casa . Mi casa.
Lo dijo como quien marca territorio. Como si me recordara que estaba ahí de prestado. Como si necesitara aclarar que no pertenece.
Y dolia. No porque quisiera pertenecer. Bueno, sí. Tal vez un poco. Pero más que nada porque no estaba haciendo esto por mí. Lo hacía por mis hijas. Por la heladera medio vacía. Por el alquiler que me costaba más que mi dignidad.
Ese día salimos todos a una plaza. Fue idea mía. Las chicas necesitaban aire, y yo necesitaba lejos respirar de esa casa llena de paredes blancas y silencio incómodo.
Las nenas corrieron, jugaron a la mancha y me pidieron que las empujara en la hamaca hasta que me dolieron los brazos. Martínez se quedó sentado en un banco, con el celular en una mano y el ceño fruncido en la frente.
Lo observé desde lejos. No porque me guste, ni nada de eso. Era más como... curiosidad. ¿Siempre fue así? ¿Tan rígido, tan seco, tan... solo?
—¿Por qué no juega con nosotras? —preguntó Milena, mientras se hamacaba.
—Porque es medio aburrido —le respondió bajito, como si fuera un secreto de estado.
Ella se río fuerte. Martínez levantó la vista y nos miró. Esa mirada de “sé que hablaban de mí” mezclada con cero intención de unirse al juego.
Cuando volvimos, las chicas estaban felices, y yo también. Al menos por un rato. Hasta que se hizo la noche y llegó ese momento incómodo de la rutina impuesta: ¿dormiríamos en cuartos separados? ¿Actuamos una vida con paredes falsas?
—Podés quedarte en el sofá como anoche —dijo él, sin emoción—. Es lo más lógico.
Lógico. Todo en su vida era lógico. Medio. Controlado. No había margen para la humanidad ahí. Mucho menos para algo como ternura.
—Claro —respondí, intentando no sonar herida.
Pero me dolio. Me dolía tener que fingir cercanía durante el día y ser un mueble por la noche. Me dolía no tener un lugar real, ni en su casa ni en su historia. Me dolía lo bien que me caían sus hijas. Y lo mal que me refería a él.
Me acosté con la manta de lavanda otra vez. Miré al techo largo rato, con la espalda acalambrada y el pecho pesado.
En algún momento, escuché pasos. Su voz.
—Emilia.
Me sentí como un resorte.
-¿Si?
—Gracias por hoy. Con las chicas. Ellas… la pasaron bien. Hace tiempo que no las veía tan contentas.
Me quedé callada. Su tono era distinto. Robot Menos. Más humanos.
—De nada —dije al fin—. No lo hago por vos.
Él ascendió. Una vez. Después se fue.
Y yo… no sé qué pensar.
Porque de todas las mentiras que estaba diciendo en esta historia, la más grande empezaba a ser la que me repetía a mí misma: Esto no me está afectando .
Y la verdad era que me estaba afectando más de lo que quería admitir.
¿Quieres que en el próximo capítulo Emilia tenga una llamada con sus hijas y se le cruce alguna emoción fuerte? ¿O prefieres un evento en la casa que tense más el vínculo con el jefe?
#350 en Novela romántica
#147 en Chick lit
jefe, jefe empleada matrimonio por contrato, niñas especiales
Editado: 28.04.2025