Capítulo 5: Sospechas con aroma a perfume caro
Cuando me ofreció fingir ser su esposa, pensé que lo más difícil iba a ser mentir. Sonreír en fotos. Fingir miradas cómplices. Reírme de sus chistes secos. Pero no. Lo más difícil es habitar su mundo sin entenderlo. Ser parte de un rompecabezas al que le faltan piezas. Y que, encima, no querés armar.
Ese martes, la casa olía rara.
No hay comida. No a las crayolas de Milena. No al champú de manzanilla de Vera.
Olía un perfume. Uno elegante, caro, de esos que no se venden en farmacias ni se regalan para el Día de la Madre. Era un perfume con historia, con notas de fondo que no sabía descifrar pero que me daban escalofríos. Porque no era mío. Ni de mis hijas. Ni de él.
Me lo crucé bajando las escaleras.
—¿Vino alguien?
—¿Por qué lo preguntás?
—Porque hay perfume en el aire.
Se detuvo a medio escalón. Me miré. Casi con desconfianza.
—Debés estar imaginando cosas.
Y seguí bajando como si nada. Como si no le hubiera temblado apenas la mandíbula.
Yo no imaginaba cosas. Ni loca. A las madres no se nos escapa un olor nuevo en la casa. Somos como perros entrenados para detectar cambios invisibles. Algo había pasado.
Y no tuve que esperar mucho.
A la tarde, mientras le leía a Vera un cuento de hadas —de esos donde nadie trabaja y todos son hermosos—, tocaron el timbre.
No fue un timbrazo casual. Fue uno de esos secos, de gente que no se anda con vueltas.
Me asomé. Y ahí estaba.
Una mujer.
Un poco más alta que yo, muy bien peinada, con un abrigo de lana gris que parecía costar lo mismo que mi alquiler de dos meses. Sostenía una cartera pequeña, de esas que no entran ni un peine pero que gritan estatus .
-¿Si? —dije, abriendo apenas la puerta.
—¿Está Iván?
Se me secó la boca.
Nadie le dijo “Iván”. Era el señor Kravetz. El jefe. El hombre más frío de Buenos Aires. El de los trajes sin arrugas y la mirada sin vida. ¿Iván?
— ¿Quién lo busca? —pregunté, con la voz más neutra que pude.
—Soy una vieja amiga. De… antes.
“Antes”.
Esa palabra me taladró el pecho. Antes de mí, supongo. Antes de que yo entrara en su plan raro de “finguí que sos mi esposa y te pago por eso”.
—No está —mentí—. ¿Quieres dejarle un mensaje?
Me miró con desconfianza.
—¿Y tu esposa?
La pausa fue mínima, pero peligrosa.
—Sí —respondí. Y odié un poco esa palabra.
— ¿Hace cuántos están casados?
—¿Perdón?
—Nada, curiosidad. Es que me habló tantas veces de vos, que me costó imaginarte con nenas pequeñas.
“Me habló tantas veces de vos”.
Me paralicé. ¿De mí?
—¿Cómo dijiste?
—Nada, nada —sonrió, pero era una sonrisa tensa—. Decile que pasó. Le dejé algo en su oficina también.
—¿Su oficina?
—Sí, estuve ahí esta mañana. Nos tomamos un café. ¿No te contó?
Y ahí supe que no estaba imaginando cosas. El perfume, la tensión, su forma de evitarme todo el día. Ella había estado ahí. Con él. En esta casa. O en su oficina. O en ambos lugares.
—Gracias —dije, cerrando la puerta con cuidado.
Subí. Mis hijas jugaban a las mamás. Vera tenía un muñeco al que había dibujado una carita con birome. Milena lo hacía dormir en un cajón. Me senté en la cama y respiré profundo.
¿Qué sabía yo de él? Nada.
No sabía qué había pasado con su esposa. No sabía si realmente existía. Si estaba viva. Si se habían separado. Nunca lo dije. Solo la mencionaba como un dato suelto, un adorno que usaba cuando le convenía.
Empecé a repasar.
Cinco años trabajando con él. Siempre fue distante. Correcto. Elegante hasta para pedir silencio. Pero no cruel. No es incómodo como ahora. ¿Qué lo había llevado a pedirme esto? ¿Por qué yo? ¿Y por qué de pronto esa mujer apareció como una sombra del pasado que conocía mi nombre, que sabía cosas, que caminaba por su oficina como si aún tuviera permiso?
Esa noche no cenamos juntos.
Preparé unas salchichas con puré para las nenas y me encerré con ellas. Él llegó tarde. O se escondió. Nariz. No lo vi.
Pero al día siguiente, apareció en la cocina como si nada hubiera pasado. Con el mismo peinado perfecto. El mismo reloj. La misma frialdad.
— ¿Vinieron visitas ayer? —le preguntó, mientras preparaba café.
—Sí. Una conocida.
—¿La del perfume?
No respondió.
—Dijo que era “una vieja amiga”. Y que le habías hablado de mí.
—Se llama Clara —respondió al fin—. Fue una parte importante de mi vida.
—¿Fue?
-Si.
—¿Y sigue siéndolo?
Nos miramos. Él sostuvo la taza con fuerza, como si fuera un ancla. Como si no supiera si tirarla o abrazarla.
—No tenés que contestarme —dije, bajando la voz—. No soy tu esposa. Ya lo sé.
—No —respondió él, firme—. Pero sos algo que no termina de entender.
Esa frase me sacudió.
—Algo? ¿Te referís a mí oa mis hijas?
—A vos.
Me quedé en silencio. Había algo en su forma de hablar, de mirarme, que me daba miedo y ternura a la vez. Como si hubiera una grieta en su armadura. Como si, por primera vez, se le escapara un poco de humanidad.
Y ahí supe que Clara no iba a ser la última sombra que apareciera. Que este trato, esta mentira, estaba empezando a tener consecuencias reales. Que él tenía secretos. Y yo… tenía mucho que perder si me dejaba llevar.
¿Quieres que en el próximo capítulo Emilia se enfrente a Clara? ¿O que descubre algo raro en la casa/oficina que le dé pistas sobre qué pasó realmente con la esposa de Iván?
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Editado: 28.04.2025