Proyecto 18

Capítulo 1 – Noche sin nombre

Proyecto 18

> (Sonido del viento frío golpeando letreros oxidados. Navidad en Tokio. Pero en esta parte de la ciudad, no hay luces, no hay árbol, no hay alegría.)

El tren pasaba a lo lejos con su canto metálico.

Nadie lo miraba. En Nishiku 18, los trenes pasan como pasan los años: sin llevarse a nadie.

Era la madrugada del 24 de diciembre.

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En un callejón húmedo, entre bolsas de basura y cartones mojados, Kenta, de 56 años, se acomodaba el abrigo roto que había encontrado en un contenedor semanas atrás.

Tenía barba sucia, una gorra de béisbol vieja, y un paquete de cigarrillos vacíos que no soltaba nunca.

Estornudó con fuerza.

—¡Maldito frío de los mil demonios! —gruñó, golpeando la pared con el puño.

A su lado, Souta, un chico flaco de 18 años, se abrazaba las rodillas. Tenía una chaqueta de cuero rota, las uñas negras y los ojos de quien ha dormido en la calle demasiados días.

No hablaba.

Solo miraba al suelo.

—¿No vas a decir nada esta noche tampoco, mocoso? —refunfuñó Kenta, sacando una botella de sake barato—. Navidad, ¿eh? ¡Mira qué belleza! ¡Brindemos por el Japón que nos dejó tirados!

Souta no respondió.

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Una sombra apareció desde el otro lado del callejón. Llevaba un abrigo largo y botas hasta la rodilla. Era alta, delgada, y caminaba como si flotara.

Miyuki, 32 años, maquillaje corrido, labios rojos y una bufanda de lana amarilla que contrastaba con todo.

—Les traje pan —dijo, dejando caer una bolsa en el suelo—. Estaba a punto de vencer. Lo iban a botar.

—¡Miyuki-chan! La salvadora de los miserables —dijo Kenta con voz teatral—. ¡Nuestro ángel del pan caducado!

—No es gracioso —contestó ella, sentándose con las piernas cruzadas—. Hoy vi a un hombre morir en el baño de la estación de Shibuya. Nadie se detuvo. Ni para ver si respiraba.

El silencio se estiró como un hilo roto. Solo se oía el zumbido de una máquina expendedora cercana.

—Bueno... Feliz Navidad —dijo Souta, al fin.

Los otros lo miraron, sorprendidos. Era la primera vez que hablaba en tres días.

Miyuki sonrió.

Kenta se rascó la cabeza, incómodo.

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Fue entonces cuando lo oyeron.

Un llanto. Débil. Apenas un gemido entre el murmullo de la ciudad.

—¿Eso fue…? —dijo Miyuki, poniéndose de pie.

—Una rata chillando —dijo Kenta.

—No. Es un bebé —susurró Souta, ya corriendo hacia los botes de basura del final del callejón.

Allí, envuelto en una manta verde, entre cartones y un viejo paraguas roto, había un bebé.

Pequeño. Helado. Llorando.

—¡Dios mío! —gritó Miyuki—. ¡¿Quién deja a un bebé en Navidad?!

Souta lo tomó en brazos, temblando. El niño seguía llorando, con la carita roja de frío.

En su pecho, atada con un imperdible, había una nota:

> “No es su culpa. Cuídenlo. No tengo otra opción.”

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Kenta miró a los dos, luego al cielo oscuro.

—¿Y ahora qué? ¿Nos vamos a convertir en héroes de anime o qué mierda?

Miyuki apretó los labios.

Souta abrazó al bebé con fuerza.

—Ahora... —dijo él, con voz firme— buscamos a su madre.

—¿Estás loco? —Kenta bufó—. ¿En Tokio? ¿En Navidad? ¿Con un bebé?

Miyuki se acercó.

—No es como si tuviéramos algo mejor que hacer.

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Y así comenzó.

Tres sombras entre millones.

Una noche sin nombre.

Un bebé que no pedía ser encontrado.

Y un pasado que volvería a perseguirlos a cada paso.



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En el texto hay: novela negra contemporánea

Editado: 03.08.2025

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