La ciudad no responde (continuación)
El cajero los miró como si fueran locos.
—¿Están drogados?
—¡Estamos salvando una vida! —gritó Miyuki, levantando al bebé como si fuera Simba.
—¿Y por qué piensan que yo...? —empezó a decir el cajero, pero Kenta lo interrumpió.
—¡Mire bien! —golpeó el mostrador con un dedo sucio—. ¡Una mujer vino esta noche y dejó esto tirado en un callejón! Tiene que haber pasado por aquí. Tal vez compró pañales. O agua. ¡O vino a llorar al baño!
—Tenemos cámaras. Pero yo no me fijo en la cara de cada cliente que entra.
—¿Y no puede verlas ahora? —insistió Souta, acercándose.
—No tengo acceso. Solo el supervisor.
Hubo silencio. Solo el sonido del refrigerador zumbando.
—Vamos —dijo Miyuki, sacudiendo el cabello con fastidio—. No vamos a sacar nada de este zombie.
Salieron del konbini. Afuera, el viento soplaba más fuerte.
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Siguieron caminando por calles estrechas, húmedas. Cada farol parpadeaba como si también dudara de su existencia.
Llegaron a una parada de taxis. Había un chofer dormido en el asiento delantero, con una revista porno abierta sobre el volante.
—¡Disculpe! —gritó Kenta, golpeando el vidrio.
El hombre se despertó sobresaltado.
—¡¿Qué carajo quieren?!
—Una mujer. Esta noche. Que haya subido. Embarazada, nerviosa, algo así. Tal vez dejó un bebé...
—¿Qué clase de broma es esta?
—¡No es broma! —saltó Miyuki, mostrando la nota que traía el bebé—. ¡Lo dejaron tirado!
El taxista los miró a todos. Luego al bebé. Luego los volvió a mirar.
—¿Qué son? ¿Un trío de teatro callejero?
Y les cerró el vidrio en la cara.
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A las 3:15 a.m., estaban en la entrada de un karaoke, donde un grupo de adolescentes borrachos salía tambaleándose.
Uno de ellos, con uniforme escolar y sangre seca en la ceja, se detuvo a mirarlos.
—¡Oye! —gritó Kenta—. ¿Has visto a una mujer embarazada esta noche?
—¿Eh?
—¿Una que haya parido en un callejón o que haya dejado un bebé tirado?
El chico rió como si le hubieran contado un chiste.
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—¡Una seria! ¡Estamos buscando a la madre de este niño!
—Yo bastante tengo con no saber quién es mi papá —dijo el borracho, y se fue riéndose con los demás.
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A las 3:43 a.m., llegaron al parque.
Había una niña de unos 10 años en un columpio. Sola. Con mochila. Mascando chicle. Mirándolos como si los conociera de antes.
Se acercaron.
—¿Estás sola? —preguntó Miyuki, agachándose.
—Sí. Estoy esperando a que baje el nivel de violencia en casa.
Miyuki se quedó muda. Souta bajó la vista.
Kenta no lo pensó dos veces:
—Oye, niña... ¿tú has visto si por aquí ha habido... un parto?
—¿Un parto? —preguntó ella, sin parpadear.
—Sí. Como... ¿alguien que haya tenido un bebé? ¿Tú no… no has tenido uno?
Miyuki le pegó un manotazo a Kenta en la cabeza.
—¡Imbécil! ¡Es una niña!
—¡Bueno, ya no sé qué pensar! —gritó Kenta, rascándose el pelo—. ¡Hemos preguntado a medio Tokio y nadie ha visto nada! ¡Este bebé no salió de un huevo!
La niña los miró un rato. Luego, señaló con la cabeza hacia el túnel del metro.
—Por ahí pasan muchas mujeres llorando. Las veo cada noche. Algunas embarazadas. O con ojos de querer desaparecer.
Los tres se quedaron en silencio.
Souta abrazó al bebé un poco más fuerte.
—Vamos allí.
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A las 4:12 a.m., bajaron por las escaleras metálicas del metro. El eco de sus pasos sonaba como una cuenta regresiva.
El bebé gimió. Tenía frío otra vez.
Y entonces, allí, en la entrada del baño público de la estación, vieron algo.
Un charco seco de sangre.
Y al lado, un pañal usado.
Miyuki se cubrió la boca.
Souta se arrodilló.
Kenta se quedó quieto, más que nunca.
No había nadie.
Pero algo había pasado allí.
Algo... de esa misma noche.