> (Cada persona sin techo alguna vez tuvo una casa. Un cuarto. Una madre. Algo. Y luego, de a poco, todo eso se cae. Como ellos. Como nosotros.)
---Kenta
Kenta nació en Osaka, pero no recuerda la dirección exacta.
Creció en un departamento pequeño con una madre soltera y violenta, y un padre ausente del que solo tiene una foto en blanco y negro. A los ocho años empezó a pasar más tiempo en la calle que en casa. A los once, se metía en pachinkos a robar monederos. A los catorce, ya lo habían arrestado tres veces.
A los diecisiete huyó a Tokio “para desaparecer”, según él mismo.
Trabajó como cocinero, luego como ayudante de carga, luego como basurero en Shibuya. Pero todo era temporal. Todo acababa mal.
Lo echaban por pelear. O por robar comida.
Kenta siempre ha tenido hambre. Y nunca ha aprendido a pedir perdón.
Ahora tiene 56 años.
Su cara está surcada por una cicatriz que le cruza la ceja izquierda y se pierde detrás de la oreja. Tiene manos gruesas, cuello fuerte y espalda de obrero, pero su mirada está vieja, rota, sin fe.
Fuma colillas encontradas. Escupe mucho. Maldice.
Pero cuando el bebé llora, es el primero en mirar.
--- Miyuki
Miyuki tiene 32 años y vino de Yamagata.
Dejó su casa a los 16, tras una pelea con su padre. Su madre murió joven, y su madrastra intentó “reformarla” a golpes y castigos.
Una noche, Miyuki se escapó en un tren nocturno y llegó a Ueno con una mochila y 9000 yenes.
Vivió en una pensión de mala muerte. Trabajó limpiando oficinas, vendiendo dulces en la calle, y luego… desapareció un tiempo.
Cuando reapareció, estaba más delgada, más callada. Nadie sabe lo que le pasó. Ni Kenta. Ni Souta.
Ella nunca lo cuenta. Solo dice que "tuvo frío", y que no volverá a tenerlo.
Es menuda, con cabello negro desordenado, labios finos y ojos agrietados como porcelana rota. Siempre lleva una chaqueta verde oliva llena de parches. En el bolsillo interior guarda una foto arrugada de su madre sonriendo, en un campo de girasoles.
Es desconfiada. Rápida. Mira a todos como si pudieran traicionarla.
Pero con el bebé, canta bajito. Le acaricia el pelo.
Y lo llama “Haru”, aunque no se sepa su verdadero nombre.
---Souta
Souta es el más joven. Tiene 19.
Nació en Kawasaki, hijo de una maestra y un chofer de autobús.
Fue buen estudiante. Leyó mucho. Le gustaba la astronomía y escribir historias.
Pero cuando su padre murió en un accidente laboral, todo se derrumbó.
La madre enfermó. Las deudas se multiplicaron.
Un día, a los 17, se quedó dormido en el tren, de camino a un examen, y cuando despertó, simplemente… no volvió.
Ha dormido en parques, escaleras, y baños públicos. Pero nunca dejó de llevar un cuaderno en la mochila. Allí anota frases. Sueños. Recortes de conversaciones.
Souta es delgado, con gafas sucias, cabello largo y gesto siempre confundido. Camina mirando al suelo, como si buscara algo que se le perdió hace años.
Habla poco, pero escucha todo.
Es quien más se preocupa por el bebé. Se despierta si lo oye toser. Le pone nombres distintos cada día: Yuki, Ren, Mame, Kaito...
--- El refugio: edificio 18
Vivían en el bloque 18, un edificio abandonado en un rincón olvidado de Taitō-ku.
El lugar había sido un complejo de oficinas en los años 80, pero quedó en ruinas tras un incendio eléctrico. Nadie lo demolió. Nadie lo vigilaba. Nadie lo recordaba.
El ascensor estaba muerto, cubierto de grafitis.
El suelo crujía. Las paredes estaban agrietadas, las ventanas rotas y tapadas con cartón y cinta adhesiva.
En el pasillo del segundo piso colgaban cables eléctricos como lianas.
Los baños eran un desastre: olor a óxido, cañerías rotas, lavamanos arrancados.
Pero ellos habían limpiado una oficina.
La más grande. Tenía una puerta con cerradura aún funcional.
Allí pusieron mantas, cajas, una lámpara portátil a pilas, y una taza rota donde ponían las monedas.
Un colchón viejo servía de cama común.
Una caja de cartón servía de cuna.
El edificio no tenía agua ni luz, pero estaba seco, y no olía tan mal si abrían las ventanas.
Allí vivían.
Allí dormían.
Allí cuidaban al bebé como si fuera su pequeña razón de no rendirse.
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Esa noche, los tres lo acunaron bajo las sombras de techos rajados y paredes que habían visto demasiadas cosas.
La ciudad seguía afuera, indiferente.
Pero el bloque 18, por primera vez en décadas, tenía familia dentro.