Proyecto 57romer Apocalipsis

Capítulo 1. Supervivencia.

Regla #1 "Rematar".

Samara.

Lo último que vi fue a Lucio caer entre gritos, algunos pensaron que fingía y otros sacaron sus celulares. Gerald, mi padre, fue una de las personas en acercarse preocupados, estaba a pocos pasos y aunque no lo sabíamos aún, fue en ese instante cuando su vida, y la del mundo dio un grito irreversible. Lucio se incorporó, pero no era él. Sus ojos se inyectaron en sangre, su mandíbula crujió con un movimiento imposible. Soltó un alarido y luego, atacó.

Grité, pero el sonido de perdió entre otros gritos. El cuerpo de mi hermano ya no parecía humano, lo vi abalanzarse sobre mi padre con una fuerza que no le conocía, como si algo lo hubiera encendido por dentro. La sangre salpicó en el suelo pulido de la universidad y la voz de mi madre se escuchó gritando su nombre:

—¡Gerald!

Pero no hubo tiempo para que nadie ayudara. Mi padre cayó al suelo, su garganta desgarrada como si un animal salvaje lo hubiera atacado. Fue tan rápido, tan brutal, que por un momento, no supe si estaba soñando. Lo único que sabía era que cuando quise correr, mis piernas no respondían.

Lucio —o esa cosa— se volvió hacia nosotros, hacia los estudiantes que apenas entendían lo que estaban viendo. Algunos grababan aún o tomaban fotos, que idiotas. Otros intentaron acercarse para calmar la situación. Uno de ellos, Mateo; fue el siguiente. Le mordió el rostro empujándolo al suelo como si fuera una hoja de papel y ahí supe que esto no era una enfermedad común.

Todo se desató en segundos.

Una chica vomitó. Alguien comenzó a rezar y yo, por fin logré moverme. Empujé a dos compañeros para luego tomar en brazos a Jacob y jalar a mi madre para correr por el pasillo principal. Algo en el aire había cambiado. No sabía cuántos logramos salir, ni tampoco sabía cómo no me caí al andar. Sólo recuerdo cruzar la reja mientras otros tropezaban o gritaban nombres que nadie contestaba.

Afuera, en la explanada, algunos ya corrían sin dirección y otros miraban aquel edificio como si no pudieran aceptar lo que ven ahora mismo. Entonces un segundo grito se escuchó, no fue Lucio, aquel grito fue de otra persona, otra que cayó, convulsionó y se levantó igual que él. Ahí comprendí que todavía no sé cómo poner en palabras: «Esto ya está dentro de los que comieron eso». Lo que Lucio había hecho, era sólo el comienzo.

No recuerdo cómo llegamos a casa. Sólo sé que cuando ya estabamos ahí, el silencio reinaba en aquel lugar, sentados en aquellos sofás ya algo viejos con el televisor encendido y los ojos fijos en las imágenes: edificios evacuados, hospitales desbordados, militares en las calles. Habíamos cerrado la reja y puertas con seguro para que nadie pudiera entrar, lo bueno de estar viviendo en ese país era que las ventanas y puertas tenían rejas, aunque no pudiéramos salir, era una forma de protegernos. Jacob se levanta y se fue a encerrar en su cuarto. Yo no pude dejar de pensar en la sangre de mi padre… aún en mis zapatillas.

Los días siguientes fueron una niebla. Los supermercados se vaciaron, las noticias dejaron de tener sentido. Primero hablaron de un virus, luego de un brote para después finalizar con un silencio total; habían dejado de hablar.

Mi madre se convirtió en algo que nunca había visto: una mujer fría, decidida, capaz de matar por protegernos. Aprendió a usar el cuchillo de cocina como si lo hubiera hecho antes, mientras que yo había diseñado un arma con aquel bate de béisbol de madera con tornillos incrustados, jamás pensé en usar uno así. Jacob, en cambio, empezó a apagarse. El brote lo rompió por dentro. Lo vi llorar en las madrugadas, abrazando el suéter de mi padre, sin querer que lo viéramos.

1 febrero del 2033

Tres meses después.

Aunque no sabíamos que día era exactamente, habíamos encontrado una manera de medir el tiempo, gracias al saber cómo guardar bien la comida que nos quedaba y por las veces que veíamos a ellos desde las ventanas.
Los Strompers. Así le habían dicho en una de las noticias cuando entrevistaban a uno de los científicos más reconocidos. Fue la última vez que supimos sobre esas cosas.

Nos escondíamos. Corríamos. Sobrevivíamos.

Una noche, alguien forzó la puerta. No eran infectados. Eran humanos, pero igual de salvajes. Se llevaron a mamá. A Jacob lo hirieron y yo solo corrí, llevándome a hermano conmigo. Como una cobarde.

Esa fue la última vez que la vi. No sabía de dónde había logrado tener fuerzas para continuar, logré más o menos curar aquella herida a Jacob para poder continuar nuestra travesía para hallar un lugar donde dormir.

|•••|

Cuando desperté, estaba en un refugio.
Alguien me había encontrado inconsciente en las vías del tren, cubierta de sangre seca y barro. No sé por qué me salvó. Sólo sé que su acento era ruso y que sus ojos parecían de alguien que había visto arder su mundo también.

Se llamaba Yakov. Junto a él estaba Dae-hyun, un científico surcoreano que apenas hablaba pero no dejaba de observarlo todo. Ambos formaban parte de un pequeño grupo de refugiados. Gente que aún no había perdido del todo la esperanza. Gente que creía que todavía había algo por lo que luchar.

Pero yo ya no era esa persona.

El refugio estaba enterrado bajo lo que antes fue una fábrica textil. Nadie sabría que ahí dentro aún sobrevivíamos. No era bonito, ni mucho menos seguro, pero al menos teníamos paredes, agua recolectada y algunas latas sin caducar. Afuera, el mundo ya no era nuestro.

El hombre que mantenía todo esto en pie se hacía llamar Comandante Méndez, aunque nadie sabía si de verdad lo había sido. Era de voz ronca, cuerpo cuadrado y mirada que pesaba. Decía que sobrevivir no era cuestión de suerte, sino de disciplina. Tenía reglas claras, talladas con navaja sobre una de las paredes:




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