Prueba Mortal

1.- ¡Aegis!

El aire ardía a mi alrededor, denso y asfixiante. Cada respiración era como tragar brasas encendidas. El cuarto de simulación estaba envuelto en llamas; paredes incandescentes y un suelo agrietado por el calor extremo. No había escape, no había refugio. Solo un círculo metálico en el centro donde yo estaba de pie, descalzo, con las plantas de los pies pegándose al acero candente.

Mi uniforme, reducido a pantalones ajustados de entrenamiento, estaba empapado en sudor. Gotas saladas caían desde mi frente hasta mis labios partidos, y el sabor metálico de la sangre se mezclaba con el sabor del fuego. Mis músculos estaban tensos, vibrando con el esfuerzo de mantenerse firmes, y mis ojos, a pesar de estar semicerrados por el humo, escaneaban el entorno buscando algún respiro, algún indicio de alivio que sabía que no llegaría.

—Resiliencia al límite —murmuré entre dientes, sintiendo que el calor se clavaba en mi piel como miles de agujas incandescentes.

El sudor se evaporaba casi al instante, creando pequeñas nubes de vapor alrededor de mi cuerpo. La sensación era insoportable, como si cada centímetro de mi piel estuviera siendo arrancado lentamente con garras de hierro al rojo vivo. El entrenamiento había enseñado a mi mente a compartimentar el dolor, a verlo como un estímulo más, pero esto... esto era algo diferente. Esto era un tormento cuidadosamente diseñado para quebrarme.

Las llamas aumentaron de intensidad. No había manera de calcular el tiempo que había pasado aquí dentro. Minutos, horas... El dolor distorsionaba la percepción del tiempo. Mis músculos temblaban, mi piel ardía y el aire que entraba en mis pulmones era un suplicio constante.

—¡Resiste, Halegrave! —gritó una voz robótica a través de los altavoces ocultos en las paredes.

Resistir. Esa era la palabra que me habían enseñado desde que ingresé en Resiliencia. Pero había un límite para todo, incluso para mí.

El sistema cambió la prueba. Del suelo comenzaron a salir pequeñas columnas de fuego que danzaban como serpientes alrededor de mí. Algunas rozaron mi piel, dejando marcas rojas que se convertirían en cicatrices. Mis rodillas cedieron un segundo, pero me obligué a mantenerme de pie. El sistema esperaba eso. Esperaba que cayera, que suplicara.

Pero no lo haría.

No... todavía.

Mi mente empezó a traicionarme. Escuchaba voces en el fuego, susurros que repetían mi nombre, que me llamaban al descanso, a la liberación. El olor a carne quemada me golpeó con fuerza y, por un instante, creí que provenía de mí. Mis piernas temblaban, y mi visión se volvió borrosa. Las lágrimas ardían al deslizarse por mis mejillas, evaporándose antes de llegar a mi mandíbula.

El sudor caía en gotas pesadas desde mi mentón, evaporándose antes de tocar el suelo. Mi respiración era entrecortada, y mis ojos apenas podían mantenerse abiertos por el humo que me abrasaba los párpados.

—¡Basta! —rugí finalmente, sintiendo que cada célula de mi cuerpo estaba al borde del colapso.

Mi voz tembló y se quebró al pronunciar la palabra que nadie quería decir, pero que todos tenían derecho a usar cuando llegaban al límite:

—¡Aegis!

El sonido de mi voz aún resonaba en el aire cuando las llamas se apagaron de golpe. Las paredes ardientes se desvanecieron, dejando ver el frío cristal blanco del cuarto de simulación. Las luces fluorescentes cegadoras parpadearon una vez antes de estabilizarse.

El silencio era abrumador.

Caí de rodillas, mis palmas presionadas contra el suelo frío. Mis hombros temblaban, y cada respiro me hacía sentir como si mis pulmones estuvieran cubiertos de astillas de vidrio. Mis oídos zumbaban, y mis sentidos parecían estar desconectados de la realidad. Sentía frío, pero también calor residual en cada poro de mi piel.

La puerta automática siseó al abrirse y un pequeño grupo de enfermeras entró rápidamente, moviéndose con precisión mecánica. Sus uniformes blancos relucían bajo las luces, y sus rostros permanecían impasibles.

—Respira profundo, Halegrave —indicó una de ellas con voz serena mientras me revisaba con un escáner portátil.

Sentí cómo desconectaban los cables adheridos a mi torso y brazos. Los parches pegajosos tiraron ligeramente de mi piel irritada al ser removidos.

—Los niveles de cortisol están por las nubes —murmuró otra, leyendo los datos en una pantalla holográfica flotante.

—Está estable, pero necesita descanso inmediato —añadió la primera enfermera.

—Eso no pasará —respondió una voz grave desde la puerta.

Giré lentamente la cabeza y ahí estaba él: Nathan Alcock, mi mentor. Alto, con una postura impecable y un traje negro que parecía su segunda piel. Su cabello canoso estaba perfectamente peinado hacia atrás, y sus ojos azul profundo me observaron con una mezcla de aprobación y dureza.

—Lo hiciste bien, Halegrave —declaró Nathan, cruzando los brazos sobre su pecho—. Los rumores sobre ti, eran ciertos... Eres uno de los favoritos para representar a nuestra demarcación en la Prueba Mortal.

Un escalofrío recorrió mi columna. No respondí de inmediato; mi cerebro todavía intentaba procesar el hecho de que el infierno había terminado.

—¿Solo yo? —conseguí articular después de un momento.

Nathan inclinó levemente la cabeza.

—Por ahora, sí. Ningún otro candidato ha demostrado tener tu resistencia. Pero aún hay tiempo. Zenith se ha caracterizado por tener a los mejores tributos cada año.

Asentí lentamente mientras la última enfermera me quitaba un parche del cuello. Una sensación punzante quedó atrás.

—Puedes retirarte, Halegrave —indicó una de las enfermeras.

Me puse de pie lentamente, sintiendo cada músculo protestar. Caminé hacia la salida mientras me deslizaba la parte superior de mi uniforme sobre los hombros desnudos, cubriendo las marcas rojizas y las cicatrices frescas.

Nathan me siguió, sus pasos eran firmes y resonaban contra el piso.




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