Al entrar en la tercera galería camino al exterior, el hombre resbaló. Sus rodillas golpearon con fuerza el suelo de roca. Agitado y con el corazón apremiando su huida, ignoró el dolor y se puso de pie de nuevo.
Nunca se sintió tan desorientado como en ese momento, tantos años trabajando en aquellos socavones, ahora los sentía como un enorme laberinto sin salida. Tenía miedo, sus músculos no daban más, pero debía seguir hasta la salida, era la única gorma de salvar su vida.
Llevaba una suntur en mano, apretando su agarre en esta, como si fuera su única arma para preservar su existencia. Se abrió camino por el pasillo hacia la segunda galería. Ya lo iba reconociendo, faltaba poco para llegar al exterior de esa horrenda mina.
Quizá era su paranoia o tal vez sus perseguidores aún no se cansaban de buscarlo. Sus oídos captaban aquella estrepitosa risa que rebotaba por toda la estancia, resonando en el eco de aquellas cavernas que tanto esfuerzo les tomó abrir.
Maldecía el día que acepto trabajar ahí, la imagen de sus compañeros de labores sin vida, lo perseguiría hasta su último suspiro, lo sabía bien, tenía la imagen de los cuerpos grabados como fuego en sus pupilas.
Primera galería, estaba cerca, ya podía sentir incluso la brisa del exterior que se colaba por el último pasillo de aquel infierno subterráneo. Con cierta alegría, vio el final del camino, el exterior de la caverna, estaba salvado, pensó.
Sus pasos salieron al exterior, pero ni siquiera pudo celebrar su éxito, pues sus pasos eran seguidos de cerca por aquellas horrendas criaturas. Salomón, capataz de la mina, vio con horror como aquellas criaturas salían del pasillo dispuestas a atraparlo.
Asustado, movió su suntur dispuesto a desaparecer del lugar, justo en ese momento, sus perseguidores emergían del pasillo. Las criaturas, al verlo gruñeron de furia. Uno de ellos arrojó una daga la cual, logró alcanzar a Salomón en el hombro derecho justo antes de desaparecer.
El hombre, sintió el dolor recorrer desde su hombro y bajar por su mano. Por poco y suelta la suntur, pero se aferró a ella con la última fuerza que le quedaba.
Salomón, apareció varios kilómetros más allá de la mina, en un pequeño pueblo al pie de las montañas, justo frente a una posada. Las personas alrededor del lugar, gritaron horrorizadas al ver aparecer de la nada aquel hombre con una daga clavada en el hombro.
Los dueños de la posada, salieron al oír el alboroto, solo para ver al hombre desvanecerse justo a las puertas del negocio. Asustados por tal escena, Los runas del pueblo acudieron pronto a la ayuda del hombre quien aún se aferraba a la vida.
Salomón despertó cuatro días después en la camilla de un hospital. Tenía el hombro vendado aun por la herida, pero estaba vivo. Cerca de él, un runa montaba vigilancia esperando que despierte.
-Buenos días señor Salomón ¿Sabe usted dónde está? – murmuró el Runa luego de que lo vio despertar
Salomón seguía aun aturdido por las medicinas. Miraba todos lados mientras trataba de ubicarse y comprender que estaba a salvo.
— ¿Mi suntur? — fue lo primero que preguntó, ignorando así el cuestionamiento del runa
— Señor Salomón, su suntur se encuentra bien, por el momento no la necesita.
— Ellos quieren mi suntur, necesito tenerla cerca de mi — afirmó el hombre quien intentó levantarse de la camilla.
—Señor Salomón, usted está a salvo
De nada Valia los intentos del runa por hablar con el hombre, el parecía aún muy desorientado y en estado de shock. Fue necesario llamar a las enfermeras para que puedan tranquilizarlo.
Una hora más tarde y con la suntur en mano, Salomón parecía más dispuesto a relatar lo sucedido. El runa frente a él era Alberto Brookes.
— Muy bien señor Salomón, ¿Sabe usted dónde está?
— Si señor, en un hospital
— Perfecto, en ese caso ¿puede relatarme lo sucedido el día que usted fue herido?
El hombre guardó silencio. Los recuerdos llegaban a él como una avalancha de penas y temores. Su cuerpo volvió a estremecerse. Miro la suntur en su mano y la apretó de nuevo como aquella noche
— Señor Salomón — insistió el señor Brookes
— Se acercan tiempos muy oscuros- murmuró el hombre
— ¿Por qué dice eso?
— Usted ni se imagina lo que está sucediendo en estos instantes, el ministerio necesita saberlo
— El ministerio no puede saberlo si usted no nos dice lo sucedido señor Salomón
Salomón temía ese momento, podía sentir como los recuerdos de esa noche se le volcaban encima como una avalancha de dolor y miedo. El hombre miró la suntur que aún estaba en su mano, podía ver en los cristales de esta, unas gotas de su sangre.
— Aquella noche — comenzó — estábamos en la galería doce trabajando como siempre, teníamos las maquinarias encendidas. Pero de un momento a otro esta se apagó y vimos aparecer un grupo de muquis
Salomón se tomó una pausa, sentía la garganta seca. Al voltear, vio un pequeño vaso con agua en la mesilla al lado de la camilla. Con algo de esfuerzo lo tomó y bebió unos sorbos. Incluso aquella pequeña acción le producía un dolor terrible.
— Usualmente — prosiguió — no solemos ver a los muquis en grupo, y por lo general no se cruzan en nuestro camino. Nuestros socavones no suelen cruzarse. Una vez al mes, nuestro jefe es quien realiza la paga a un jefe muqui para poder seguir trabajando. Pero esta vez fue diferente
Un nuevo sorbo, este dolía menos que el anterior. Salomón le costaba pensar en aquel día, la idea de los cadáveres de sus compañeros, aun en aquella galería. Quizás seguían ahí, o tal vez los muquis ya los habrían retirado. La sola idea le producía nauseas. Bebió otro sorbo para alejar así el malestar.
— Aparecieron varios muquis, eran un grupo medianamente grande — prosiguió — pero uno de ellos, quien supusimos era el jefe, llevaba consigo una suntur
— ¿Un muqui llevando una suntur? — preguntó extrañado el señor Brookes — pero ellos no lo necesitan
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Editado: 15.11.2024