Ocho minutos.
Solo ocho malditos minutos.
Pero han sido tan largos como una auditoría forense con cinco cifras descuadradas y cero cafés disponibles. Mi mirada se desliza nuevamente hacia el reloj que llevo en la muñeca, ese mismo que normalmente uso para controlar mis tiempos en reuniones y revisiones de estados financieros. Ahora, parece una especie de tortura visual.
El segundero avanza con una lentitud ofensiva. Miro hacia el edificio, como si pudiera atravesar las paredes con la mirada. Como si, con solo concentrarme lo suficiente, pudiera ver a Aleksander al otro lado, sentado, hablando con… ¿quién? ¿Un oficial? ¿Un contacto? ¿Un problema?
Mi pierna derecha no deja de rebotar. Daniel lo nota. Lo ha notado desde hace rato, y me lo hace saber con un resoplido exasperado.
—¿Puedes dejar de hacer eso? —gruñe sin despegar la vista de su celular—. Me impacientas.
—No, no puedo —respondo, con los ojos fijos en la puerta de entrada—. Estoy que salgo y entro.
—No harás eso —me corta, sin siquiera dignarse a mirarme.
Giro lentamente la cabeza hacia él.
—¿Ah, no? ¿Y tú me lo vas a impedir?
Daniel alza una ceja, ese gesto heredado que usamos cuando no tenemos paciencia ni ganas de explicar por qué el otro está cometiendo una estupidez.
—Sí. Porque mientras tú haces una escena, él estará adentro manejando algo que, te recuerdo, solo a él le pidieron.
Suspiro. Profundo. Largo. Como si pudiera exhalar también toda la ansiedad acumulada en mi pecho.
—¿Sabes qué es lo peor de esto?
—Que vas a decirlo igual aunque no quiera saberlo.
—Exacto —digo, con una sonrisa irónica y cruzando los brazos—. Que no pensé en preguntarle si le dieron algún maldito aparato para que podamos saber si está bien. Un auricular. Un micro. Algo.
Daniel ahora sí levanta la vista y me observa. Hay preocupación en su mirada, aunque intenta disimularla bajo su ya tradicional ceño fruncido.
—Es Aleksander. Va a estar bien.
—Eso lo dices porque no estás enamorado de él.
—Gracias por recordármelo. Justo lo que necesitaba en esta tarde llena de tensión y amenaza criminal.
Ruedo los ojos. Darek, en el asiento trasero, ríe por lo bajo. Ese maldito tiene la capacidad de encontrar humor en cualquier situación.
—¿Pueden relajarse un poco? —dice—. Se están comportando como una pareja divorciada en una función de teatro escolar. Solo falta que uno de ustedes saque un termo con whisky.
—¿Quieres salir volando por la ventana o prefieres que te baje yo mismo del auto? —responde Daniel, sin cambiar el tono de voz.
—Solo trataba de ayudar —dice Darek, llevándose una papa frita imaginaria a la boca, porque claro, trajo snacks.
Yo, en cambio, estoy demasiado ocupada imaginando diez posibles escenarios donde Aleksander no sale de ese edificio en una pieza. Y cinco más donde sí lo hace… pero algo ha cambiado. Algo que aún no sabemos.
—¿Tú confías en él, no? —pregunta Darek, de pronto más serio.
Lo miro.
—Confío en su inteligencia. En su intuición. En su experiencia. Pero eso no me quita el miedo de que del otro lado haya alguien más inteligente. Más peligroso.
Daniel asiente.
—Eso es lo que nos tiene aquí. Si el enemigo fuera evidente, ya estaría en el suelo. Pero esto... esto es otra cosa.
—Claro —resopla Darek—. Como jugar ajedrez con un asesino en serie invisible.
—Y sin saber si estás jugando con blancas o negras —agrego.
Volvemos al silencio, los tres con la vista fija en el edificio. Las luces no parpadean. No entra ni sale nadie. La noche empieza a caer con una calma que no combina con lo que sentimos.
El segundero avanza otro tic.
Nueve minutos.
Me impaciento.
No lo pienso.
Mis pasos se mueven solos.
Abro la puerta del auto con brusquedad y, sin mirar atrás, cruzo la calle como si la decisión hubiera estado tomada desde hace horas, no segundos. El aire está denso, cargado de incertidumbre. La fachada del edificio, sobria y monótona, me parece un muro demasiado alto entre Aleksander y yo.
Apenas avanzo unos pasos cuando escucho el portazo tras de mí.
—¡Adeline! —grita Daniel. Sus pisadas aceleran detrás de mí, y lo siguiente que siento es su mano aferrando mi brazo con firmeza—. Detente. ¿No ves que esto es peligroso? ¡Eres el motivo principal de todo esto!
Me giro, furiosa. No por él, sino por la verdad brutal de sus palabras. Porque lo sé. Sé que tiene razón.
Pero también sé que no puedo quedarme sentada en una esquina esperando que otro lleve el peso de una guerra que es mía.
—¿Y qué se supone que haga entonces? ¿Mirar desde el asiento del copiloto mientras Aleksander se adentra solo en la tormenta?
—¡Él eligió hacerlo! —me responde, alzando la voz por encima del tráfico lejano y el zumbido urbano de la ciudad—. ¿Te parece justo que te metas ahí y pongas en peligro todo por impulsiva?
—¡¿Impulsiva?! —repito, incrédula—. ¿Tú sabes cuántas veces contuve mis impulsos, Daniel? ¿Cuántas veces me callé, fingí estar bien, analicé riesgos, prioricé la lógica sobre el miedo? ¡Y mírame ahora! Aquí estamos. En medio de un enredo que empezó por decisiones ajenas, por secretos de otros... ¡y aún así me toca cargar con la peor parte!
Darek, que se había mantenido en silencio, finalmente se acerca. Sus manos están en alto, como si tratara de calmar a dos bestias en medio de una jauría.
—Escúchalo, Adeline —dice con voz más templada—. Si Aleksander te ve entrar, me va a matar. Literalmente. Me matará por haberte dejado salir del auto. Me va a hacer tragar mis llaves. Y lo peor… tendría razón.
Lo miro. Veo el gesto de verdad en sus ojos. Y algo de humor, claro. Porque incluso en medio del caos, a Darek no se le muere el sarcasmo.
—Sé que lo que estoy haciendo está mal —digo, más para mí que para ellos. Mi voz suena tensa, quebrada en los bordes—. Y sé que me estoy poniendo en bandeja de plata. Sé que también estoy poniéndolo en peligro a él. ¿Pero sabes qué es injusto, Daniel? Que él sea el escudo, siempre. Y yo, ¿qué? ¿La que espera? ¿La que sobrevive mientras los demás pelean?