Aubrey.
El aeropuerto internacional de Vancouver está hasta arriba de personas cuando bajamos del avión. Hace sólo 4 años que estuve en este mismo lugar con intenciones completamente diferentes a las que me traen aquí hoy.
Sin dudas, al igual que en Nueva York, todas estas personas son familias que aterrizaron en último momento para Navidad o están por irse a otro sitio. Para mi es, totalmente, la primera opción y no solo lo digo por haberme criado toda mi vida aquí ni nada de eso, lo digo porque es imposible que alguna de estas personas crea que celebrar Navidad, Año Nuevo y todas las fiestas en otra cuidad sea mejor opción.
Y para que lo sepan esta es una indirecta vastante directa para mi misma porque yo he echo lo mismo durante 4 años. Pero es que yo tenía mis razones.
Aprieto la pequeña manita de mi hija mientras sigsagueamos entre todo el alboroto de personas frente a nosotros. Se supone que esto es una sorpresa por lo que no hay nadie esperando por nosotros. Por los que mis planes se basan en la suerte y en los taxis que se encuentran fuera del aeropuerto.
Me coloco junto a las demás personas que esperan sus maletas, que por cierto esta abarrotado de personas, y comienzo a epserar.
Esperar, eso es lo que he echo desde el aeropuerto de Nueva York. Odio volar en Navidad.
Pero es que ya venía siendo hora de que Roma conociera la cuidad que me vio crecer y que vio crecer y enamorarse a sus abuelos. Por mucho que me disguste encontrarme con algunas viejas personas o revivir ciertas cosas, es un sacrificio que estoy dispuesta a hacer.
Me inclinó hacia mi hija de 4 añitos y le regalo una sonrisa. Ella enseguida me la devuelve completamente reflejada en sus preciosos ojos azules idénticos a los míos. Aunque ahora también se ve algo de todo el cansancio del vuelo.
—Ya casi llegamos a casa de los abuelos, mi amor.
—Tengo sueño mami. —hace un puchero precioso y encantador que me derrite el corazón, aunque su declaración me lo acelera un par de latidos de lo necesario.
Siempre vivo cuestionandome si soy una mala madre o si las cosas que hago por mi hija están mal. Somos solo nosotras y ella solo me tiene a mi por lo que intento equivocarme lo menos posible. Mis padres, en especial mi madre, me dice que esos miedos son totalmente normales en el primer hijo pero yo siempre me lo tomo todo muy a pecho. Esto no es una esepción, por lo que vivo constantemente agobiada.
Esta de más decir que me recriminó mucho la declaración de mi hija.
—Lo se corazón. —beso su cabecita y la pego más a mi— Recogemos las maletas y nos vamos
La persona que está junto a mi toma su maleta y se aleja por lo que tomó su lugar aún apretada ente las personas.
Entre las primeras maletas que aparecen se encuentra la preciosa maleta violeta llena de floresitas de mi hija. La acomodo junto a mi y me volteo en busca de la mía.
Cuando me incline hacia ella alguien se mueve a mi izquierda y nuestras manos chocan cuando ambos intentamos tomar mi maleta. Al chocar nuestras manos, él retira la suya mientras yo me concentro en tomar la maleta. La coloco junto a la de Roma y me giro hacia el desconocido.
"A primera vista es vastante guapo". Admito. Su cabello negro combina perfectamente con su piel clara. Aunque lo que verdaderamente llama la atención y cierra perfectamente el conjunto son sus ojos. "Unos preciosos ojos además".
El de la izquierda es un gris muy claro mientras que el de la derecha es un tono más oscuro, por no decir negro. Una combinación rara pero preciosa. De echo es la primera vez que la veo.
El desconocido se me queda observando durante algunos, o vastantes, segundos y es cuando me doy cuenta de que me he quedado embobada en sus ojos como una verdadera estúpida. "¡Dios que vergüenza!"
Doy un rápido repaso al resto de él, detallando sus anchos hombros y su gran altura. De echo me sobre pasa vastante por encima, no vamos a hablar del dolor de cuello que me traerá ver eso ojos, y eso que soy vastante alta o eso creo. Comparada con este hombre soy diminuta.
"Seguro que tiene unos musculasos debajo de ese abrigo". Muevo mi cabeza alejando a mi lujuriosa subconciencia para poder concentrarme en lo importante.
"El buen espécimen que tenemos delante."
"¿Qué? No. Concentramos en no quedar como idiotas."
"Ah. Eso también".
—Lo siento. —dice el desconocido que, para el caso se me hace familiar. ¿Lo habré visto en algún sitio? ¿Será actor o modelo?— Creí que era mi maleta.
"¿Podemos quedarnoslo? Amor su voz."
—Si, esto... —me aclaro la garganta y aprieto la manito de Roma para hacer ancla en la tierra y dejar el cuarto oscuro y perverso en el que se encuentra ahora mi subconciencia y al que se empecina en arrastrarme.— No tiene porque disculparse. —me obligó a decir antes de forzar una sonrisa para intentar clamar la tensión que desborda mi cuerpo.
Hace una pequeña inclinación de cabeza hacia mí y luego me devuelve la sonrisa. Sin dudas, nada forzada.
—Feliz Navidad. —Baja la mirada hacia una Roma pegadita a mi pierna quien le sonríe enseñando todos los dientes. Él se la devuelve al instante, más brillante que antes, antes de volver su mirada a mis ojos.— A ambas.
Si dudas mi hija tiene los gustos de su madre. Ya quedo encantada por este señor con solo una sonrisa y unas palabritas.
"Tú estás igual". Me acusa mi subconciencia.
La ignoro.
—Igualmente. —susurro antes de obligarme a tomar la manita de mi hija y mis maletas y alejarnos del desconocido de preciosos ojos eterocromáticos y sus sonrisa baja bragas.
☆☆☆
La suerte estaba de nuestro lado.
Cuando logramos salir del aeropuerto, aún recordando eso ojazos grises, había un taxi justo ahí, frente a nosotros. Se puede decir que esperaba por nosotras como nuestra carroza particular.
Bueno no, nuestro trineo.
Veinte minutos después estábamos frente a la puerta de la mansión de nuestros padres. No era un mansión como tal pero estaba ubicada en una zona y barrio único en Vancouver, completamente rodeadas de ricos en sus mansiones modernas mientras que la de mis padre se parecía más a una mansión colonial en sus tonos de madera oscura y sus habitaciones gigantescas.
Que yo recuerde, y tengo buena memoria para estas cosas, nuestra casa solo tenía 4 habitaciones: la de mis padres, la mía, un cuarto de invitados y una pequeña habitación donde se quedaba nuestra empleada Anna. Anna había sido mi nana, nuestra cocinera, nuestra ama de llaves y un poquito también mi abuela. Mamá le tenía el cariño más grande del mundo y, a pesar de su diferencia de edad por unos cuantos años, la consideraba su mejor amiga y confidente, por lo que era una más de la familia.
El taxista me ayudo a bajar las maletas y dejarlas en el porche por lo que ahora, con mi hija dormida en brazos, intentaba hacer malabares para poder tocar el timbre. Esta de más decir que no me fue necesario.
Justo cuando pensaba rendirme, y caerle a patadas a la puerta hasta que alguien me abriera, la puerta se abrió de golpe y el rostro sorprendido de mi padre apareció ante mi. Justo dos segundos después mientras me dejaba con las primeras sílabas de un saludo en la boca su rostro cambió drásticamente de la sorpresa a la alegría y me estrechó entre sus brazos casi logrado que perdiera el equilibro.
—Aubrey cariño, ¿cuando has llegado? —preguntó dando un paso atrás si quitar las manos de mis hombros.
Lo agradecí infinitamente pues ne dio el chance que necesitaba para recuperar el equilibrio y acomodar a Roma. Cuando mi padre vio el movimiento dio un paso al frente y me quito a mi hija de los brazos y la acomodo contra su pecho sin el menor esfuerzo. Mi hija ni se entero. O mejor dicho, si que se entero pues la muy cabronas se acomodo más entre los fuertes y conocidos brazos de su abuelo.
—Hace sólo 20 minutos que aterricé. —sonreí y me acerque a él nuevamente tomando, esta vez, yo al iniciativa del abrazo.— Quería que fuese una sorpresa.
—Sorpresa si que ha sido. —me sonrió y me sentí en casa otra vez. Ese era el poder que mi padre ejercía en mi. Esa seguridad y esa protección que ejercía instantáneamente en mi siempre era liberador el sentimiento— Tú madre se volverá loca. —aseguro mientras se hacía a un lado para dejarme pasar.
—Me lo imaginaba. —asegure mientras tomaba ñas maletas y entraba en casa.
Si en casa. Después de 4 largos años al fin estaba en casa.
Y que bien se sentía.