Quiero amarte así

Capítulo 2

Atolondrada

Apenas salió de la habitación ducal casi corrió por el pasillo hasta llegar las escaleras y bajar al primer piso. Se dirigió a la cocina, pero no se detuvo a hablar con Mary —como haría en otras circunstancias—, sino que la atravesó para salir al patio trasero. Cuando llegó al cuartucho donde guardaban los utensilios de limpieza se quedó paralizada. En las manos solo llevaba el trapo con el que inútilmente intentó limpiar el estropicio que ocasionó con su torpeza.

Las mejillas se le colorearon de vergüenza al recordar lo estúpida que fue al tratar de quitar la suciedad de la chaqueta de su excelencia con el mismo trapo con que acababa de limpiar el herraje de la chimenea. Cerró los ojos al tiempo que se llevaba las manos a la cara.

La señora Miller iba a echarla.

Si el incidente llegaba a sus oídos no tendría contemplaciones con ella. La mujer gobernaba el castillo con mano de hierro y no admitía tonterías como la suya. Rogó en silencio para que Rupert no la delatara, necesitaba ese trabajo con desesperación. Si la echaba, se vería mendigando en los caminos puesto que estaba segura que la señora Miller la echaría sin una sola referencia.

Se quedó ahí de pie sin saber qué hacer. Tenía que recuperar sus utensilios antes de que el ama de llaves los descubriera en la habitación de su excelencia. ¿Pero cómo hacerlo con él ahí dentro? Solo de pensar en volver a encontrárselo le asaltaba temblores por todo el cuerpo.

El duque era impresionante. Nunca había visto a un hombre tan alto ni tan apuesto. Cuando la miró con esos ojos helados creyó que se avergonzaría aún más desmayándose a sus pies, por fortuna no ocurrió, pero estaba segura de que sucedería; no sabía cuándo, pero en algún momento se desmayaría en su presencia. Y no solo porque fuera intimidante, que lo era, sino porque solo verlo aceleraba el ritmo de su corazón de una manera alarmante.

Tenía dos años trabajando como doncella en el castillo y era la primera vez que lo veía en persona. La única referencia a su aspecto físico era una pintura que se encontraba en la galería del segundo piso, sin embargo, como comprobó hacía un momento, esta no le hacía justicia. No captaba los matices verdes que tenía su mirada azulada ni el brillo de esta, tampoco mostraba la firmeza de su mandíbula ni la pequeña hendidura en su barbilla. A su ver, el pintor hizo un trabajo muy pobre y no plasmó la personalidad de su excelencia.

Cosa que a ella no le importaba, claro. No obstante, no podía dejar de sentir ese desbocado latir en su pecho, aun ahora que ya no estaba frente a él.

¿Cómo iría hasta su habitación y recuperaría sus utensilios sin morir de un ataque al corazón?

Comenzó a moverse por el patio, nerviosa. Sus manos estrujaban con fuerza el paño, su mirada puesta en la nieve que cubría el suelo. Ni siquiera sentía el frío en las manos, su nerviosismo le proporcionaba el calor que necesitaba para no aterirse.

Pasados unos minutos —en los que no dejó de pasearse frente a la puerta del cuartucho—, resolvió que esperaría a que su excelencia bajara a cenar; entretanto, realizaría sus otras labores. Resolvió que, si a esas alturas la señora Miller no la había llamado para pedirle cuentas, ya no lo haría. O eso esperaba.

 Rato después casi terminaba de reponer la leña en la biblioteca cuando la puerta de esta se abrió, sobresaltándola. El cubo con la ceniza que acababa de recolectar escapó de sus manos y terminó en el suelo. Cuando miró el contenido regado sobre la alfombra se echó sobre esta y desesperada trató de devolverlo al balde. Las manos se le pintaron de negro, manchadas por el hollín. Sentía la cara caliente así que no necesitaba verse en un espejo para comprobar que estaba toda colorada.

Su desesperación se tornó en angustia cuando la persona que entró se agachó junto a ella y tomó ceniza entre sus manos.

—No, por favor, yo puedo hacerlo —murmuró desesperada, si la señora Miller entrara en ese momento y viera a su excelencia realizando esa tarea tan baja, la echaría en ese instante.

—Puedes, pero quiero ayudar —respondió él sin dejar de juntar y verter ceniza en el cubo.

—Por favor, si la señora Miller… —Dejó su frase a medias, demasiado angustiada para poner en voz alta su mayor temor.

—Soy el señor de este lugar —dijo él—, nadie puede decirme qué puedo o no hacer.

—Pero… no es correcto —musitó ella.

El duque observó el rostro de la muchacha, constatando en este que su angustia era real. Algo en su interior se removió. No quería ser el causante de su mirada aterrada. Se sacudió las manos para eliminar el exceso de hollín de estas y se levantó del suelo.

—Deja eso, alguien más lo hará —ordenó sin mirarla, desconcertado por su impulso.

¿En qué estaba pensando cuando se agachó a ayudarla?

Agitó la cabeza, contrariado; caminaba ya en dirección a la puerta.

—Pero, la señora Miller…

—Es una orden, ¿o es que acaso las órdenes de la señora Miller pesan más? —espetó dándose la vuelta, irritado por el absurdo temor que tenía a su ama de llaves.

Ella lo miró como si hubiese dicho una blasfemia, pero luego se levantó de la alfombra y tomó el cubo con la ceniza que recogieron.



#12594 en Otros
#995 en Novela histórica
#20428 en Novela romántica

En el texto hay: duques, amor, amor miedos secretos

Editado: 21.07.2021

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.