Era rosado.
El cielo, mientras yo tecleaba las primeras oraciones de mi novela secreta, era rosado. En ese entonces Edimburgo yacía bajo el atardecer prematuro de un quince de marzo y yo, mientras tanto, me ocupada de que mi imaginación escupiese prosas románticas.
Andaba en la cafetería de Krystal. Era mi tiempo libre antes de volver a esclavizarme a las ediciones y correcciones de trece manuales de instrucciones para cambiar la batería de los coches. Johan Derry me ayudaba con unos seis y yo seguía con el resto, pero igual él andaba ocupado con esos proyectos extranjeros de traducción y yo tenía que aportarle más ayuda de la que le daba.
Pero en ese momento, y sin prestarle tanta atención al ruido callejero que circundaba por la cafetería, yo dormitaba despierta. Soñaba con los ojos abiertos e imaginaba fantásticamente los personajes de esa nueva novela que yo tramaba escribir. Quería que fuese romántica, como me gustan las novelas a mí, y que tuviese la naturaleza palpitante de las obras clásicas, y esos personajes de exageradas expresiones orales, con muchas interjecciones y muchos modismos coloniales, y de esos escenarios, en medio de adornadas oraciones, que le dejasen a cualquiera el corazón cimbreante de emoción.
Bajo los retumbantes latidos llenos de sentimentalismo, mi corazón se entumeció de inspiración. Hasta ahora llevaba solamente un párrafo describiendo el cielo de características muy azules y, por supuesto, de los cantarines pájaros voladores. Del resto, nada. En blanco. Vacío, como el espacio exterior. He allí el bloqueo de escritor, que muchas veces me daba cuando tenía que redactar cosas propias. Pero ahí iba, en medio del cafetín y de una instrumental de Like a Virgin de fondo, con las susurrantes voces de Tifany Clemens y Selina Garry magullándome la espalda, y sus comentarios acerca de mi simple vestimenta casual. Oh, Dios, a veces la vida tras las puertas de la oficina eran tan complicadas. Muchos rumores y muchos comentarios negativos. Mucha envidia y muchos celos que voloteaban por los aires. Yo siempre trataba de alejarme de esas cosas y, sin embargo, muchas veces...
—Hey.
Me exalté. De pronto, y en los últimos compases de la instrumental, alguien me habló. Dejé de ver las pocas oraciones que tenía escritas en la pantalla y subí la vista, con curiosidad. Enfrente a mí estaba la figura de un hombre, esbelta, realmente majestuosa. Era alto, de rasgos agraciados, con la mirada hosca y penetrante, de una belleza singular. Me sonreía levemente, y en su expresión se notaba la intensa cordialidad de sus tratos. Me quedé anonadada, con el corazón palpitándome en la garganta con un extraño júbilo repentino. Jamás le había visto por la editorial. Incluso, creo yo, no le había visto en ninguna otra parte. Llevaba un traje que lucía bastante costoso y tenía el cabello peinado pulcramente hacia atrás. Lucía muy joven y muy simpático, pero el aire de su propio alrededor no dejaba de desprender seriedad absoluta.
—¿Puedo sentarme? —me preguntó, sonriendo levemente. Tenía una suave expresión plegada en el rostro, y yo no pude evitar evocar, en mis más extraños pensamientos, la imagen de la fina nieve crubiendo un campo de flores.
Sacudí ligeramente la cabeza, extrañada por esos peculiares pensamientos.
—Claro, no hay problema —contesté, luego de unos segundos. Le sonreí amigablemente y el ensanchó la sonrisa, con cierta ternura. Me dio la impresión de ser alguien realmente honesto.
—Lamento mucho interrumpirle. ¿Está ocupada? —preguntó, mientras se sentaba.
—No, no mucho. Estoy en mi tiempo libre —respondí, pasmada por tanta cordialidad. Normalmente no me trataban de esa manera, ni siquiera cuando era la primera vez que conocía a las personas. Me veían, quizá, tan joven y pequeña que preferirían saltarse esas partes—. Solamente trabaja un poco en una redacción que tengo pendiente, pero ya está.
Él asintió y se relajó un poco. Se acomodó el traje, miró por encima de su hombro y volvió la vista hacia mí, algo vacilante. Bajé yo de nuevo la vista hacia mis oraciones en prosa, sobre el cielo muy azul y sobre los pájaros muy cantarines, pero ya no podía volver a ese mundo. Por lo menos, no por ahora. En mi mente el bloqueo se hizo más fuerte, y las prosas románticas, que habían salido en enérgicos tecleos, no volvieron a salir sino tiempo después, cuando todo hubo de estar más en silencio y yo ya me encontraba en mi casa, a solas. En ese momento no podía pensar en otra cosa sino en la inquietante curiosidad que aquél hombre, de formal aspecto y de ropas costosas, despertaba en mis sentidos, y en mis más profundas emociones. ¿Era él un nuevo empleado? No lo sabía. De hecho, mientras el instrumental cambiaba violentamente a un jazz suave, yo tenía la pregunta atorada en la garganta, como un gran trozo de carne sin masticar.