Mientras James se dirigía a su apartamento, su mente seguía atrapada en la pregunta que Melany y Miguel le habían hecho: ¿Por qué había dicho que quería ser alguien alegre?
Al principio, parecía una respuesta simple, casi automática, pero cuanto más pensaba en ello, más le costaba encontrar la razón detrás de sus propias palabras. Como si lo hubiera olvidado.
Cuando llegó a su apartamento, cerró la puerta con calma y recorrió la habitación con la mirada. Era un lugar ordenado, meticulosamente dispuesto, sin un solo objeto fuera de lugar. Los muebles eran funcionales, sin adornos innecesarios, y la decoración apenas existía. Todo estaba en su sitio, pero el espacio carecía de vida, como si nadie realmente habitara ahí.
Sin encender la luz principal, dejó caer su chaqueta sobre una silla y se dejó caer en un sillón firme, con la vista fija en la pared. Su mente seguía atrapada en la misma pregunta.
¿Qué quiero ser?
El pensamiento resonaba en su cabeza, insistente.
Cerró los ojos, intentando recordar por qué había dicho que quería ser alegre. Escarbó en su memoria, hasta que finalmente encontró la respuesta.
Era un recuerdo de cuando aún era muy joven. En ese entonces, no comprendía del todo a los humanos, pero sentía curiosidad por sus emociones. Sus maestros le habían explicado que los sentimientos eran un arma de doble filo, aunque en aquel momento no entendía por qué. Para él, simplemente eran parte de lo que daba vida a alguien.
Un día, observó una interacción sencilla entre dos personas.
Un hombre iba caminando apresurado por la calle y, sin querer, chocó contra otro. El segundo hombre frunció el ceño, molesto, pero el primero se disculpó de inmediato y explicó con urgencia que tenía prisa. Al escuchar eso, el gesto del segundo hombre cambió. Su molestia se desvaneció en cuestión de segundos, como si nunca hubiera existido, y aceptó la disculpa sin más.
James no entendía por qué esos humanos actuaban de esa manera. Le parecía innecesario. Si el hombre apresurado nunca hubiera chocado contra el otro, ambos habrían seguido su camino sin cruzar palabra. ¿Por qué interactuar cuando no era necesario? ¿Por qué cambiar de actitud por una disculpa?
A lo largo del tiempo, vio muchas más interacciones como esa. Gente expresando enojo, alivio, felicidad, tristeza… Todo parecía responder a una lógica invisible que él aún no descifraba.
Y entonces comprendió su respuesta.
Él había dicho que quería ser alegre porque, en su percepción, eso era lo común en los humanos. Porque ser alegre le parecía la mejor manera de pasar desapercibido. No ser indispensable para nadie, no interferir en la vida de los demás. Solo existir sin dejar huella.
Ese pensamiento le satisfizo.
Suspiró y se levantó del sillón. Era hora de continuar con su rutina.
Fue a la cocina y encendió la luz, revelando un espacio tan ordenado como el resto del apartamento. Apenas tenía lo necesario: una estufa, un refrigerador, algunos utensilios. No había adornos, no había fotos ni pequeños detalles que indicaran que alguien vivía ahí con apego.
Sacó de la nevera algunos ingredientes y comenzó a preparar su cena. Sus movimientos eran metódicos, sin prisa ni emoción. Cortó las verduras con precisión, las dejó caer en la sartén y esperó a que el aroma llenara el aire. El sonido del aceite chisporroteando era el único que rompía el silencio.
Mientras cocinaba, no pensaba en nada. Solo en el siguiente paso de la receta, en el ritmo mecánico de sus manos, en el calor que desprendía la estufa.
Cuando terminó, se sirvió en un plato y se sentó en la mesa. Comió en silencio, sin apurarse, pero sin disfrutarlo realmente. No había nada en su rostro que reflejara satisfacción o placer. Solo el acto de alimentarse, porque era necesario.
Al terminar, lavó los platos con la misma meticulosidad con la que había cocinado. James se dirigió al baño. Encendió la luz y cerró la puerta detrás de él. El cuarto estaba impecable, sin humedad ni desorden. En el centro, una bañera de porcelana blanca reflejaba el brillo frío de la lámpara.
Abrió la llave del agua caliente y la dejó correr. El vapor comenzó a elevarse lentamente, empañando los bordes del espejo y envolviendo el ambiente en una neblina tenue. Se quitó la ropa sin apuro y la dejó doblada en un rincón. Luego, metió un pie en el agua y se deslizó dentro con calma, sintiendo cómo el calor le envolvía la piel.
Se recostó contra el borde, cerrando los ojos. Sus músculos se relajaron bajo la superficie, pero su mente seguía en blanco. Se quedó así varios minutos, sintiendo el peso del agua cubriéndolo hasta el pecho. Su respiración era tranquila, pausada, como si estuviera suspendido en otro espacio, lejos de todo.
Cuando consideró que era suficiente, abrió los ojos, se incorporó y tomó el jabón. Se lavó con la misma precisión con la que hacía todo lo demás, sin apresurarse, sin distraerse. Luego, dejó caer el agua sobre su cabeza, sintiendo cómo el calor se deslizaba por su rostro antes de desvanecerse en el agua.
Al terminar, salió con la misma calma con la que había entrado. Se envolvió en una toalla y se acercó al espejo, donde su reflejo apenas era visible entre el vapor condensado. Pasó la mano por la superficie, despejando una parte lo suficiente para ver su rostro.
Tomó su cepillo de dientes y comenzó a cepillarse con movimientos firmes, observando cada detalle en el espejo. Sus ojos, su expresión, su rostro perfectamente simétrico. Su mirada era neutral, vacía de cualquier emoción. Ni cansancio, ni satisfacción, ni desagrado. Solo su imagen devolviéndole la mirada.
Escupió la espuma y enjuagó su boca. Luego, limpió el lavabo con el mismo cuidado que tenía con todo lo demás.
Regresó a su habitación, aún con la toalla atada a la cintura. Abrió el armario y sacó un pantalón holgado y una camiseta oscura. Se vistió sin apuro, sintiendo el roce de la tela fría contra su piel aún tibia por el agua.