Quiero su amor

Capítulo 2

Lord Grafton se llevó una mano a la peluca ensortijada, la cual hacía horas que pendía de un solo lado. Tenía la mejilla izquierda sobre el escritorio de su despacho con el rostro hacia la pared de la derecha, la botella de whisky yacía vacía en la alfombra —a un lado del sillón, junto a su mano derecha que colgaba por encima del reposabrazos—. Las sienes le palpitaban con tanta fuerza que por un momento pensó que se había metido en una pelea el día anterior, pero dado que la cabeza era lo único que le dolía lo descartó. Medio abrió los ojos y lo primero que vio —a través de sus pestañas y visión empañada—, fueron las pesadas cortinas de la ventana que daba al jardín trasero.

Poco a poco la conciencia fue abriéndose paso entre la bruma etílica que lo envolvía. Se irguió en el asiento, pero a pesar de que lo hizo con lentitud, la habitación comenzó a moverse. Cerró los ojos hasta que la sensación menguó y pudo enfocar la mirada sin sentir que se iba de bruces a pesar de estar sentado.

Echó una mirada a la chimenea, los rescoldos estaban casi apagados, sin embargo, no sentía la frialdad de la estancia. Imaginó que era gracias a la botella de whisky que se bebió. La cabeza comenzó a picarle y de un manotazo se quitó la estúpida peluca empolvada.

Señor, la cabeza le iba a estallar. Observó el mal estado del escritorio, había papeles y tinta regados sobre la superficie. Examinó sus ropas arrugadas y le extrañó no estar manchado de tinta por todos lados, salvo por las manos y las mangas de la camisa. Sus ojos recayeron en las bolas de papel tiradas por toda la alfombra.

¿Qué había hecho? ¿Es que acaso se convirtió en el Bardo y se puso a escribir cuentos? De haber podido habría negado con la cabeza, pero no quería que la habitación volviera a bailar ante sus ojos.

Escuchó pasos en el pasillo y rogó porque no fuera el insufrible de Aidan. No tenía sesera para bregar con él en ese momento. El par de suaves golpes sobre la puerta le indicaron que no se trataba de su hermano; él jamás pedía permiso para entrar.

—Adelante. —Su voz salió como si le hubiesen pasado una lija por la garganta.

—Buen día, excelencia. —Harold hizo una profunda reverencia a pocos pasos del umbral. La puerta cerrada a su espalda. A lord Grafton le dio la impresión de que estaba protegiéndolo de las miradas de los sirvientes.

—Buen día, Harold.

—El mensajero partió al alba tal como me ordenó —informó el mayordomo ya erguido frente a su señor, absteniéndose de hacer gesto alguno ante la descuidada apariencia de este.
Sin embargo, no dejó de notar sus ojos enrojecidos, la ropa arrugada y con manchas de tinta en algunas zonas, incluidas las sienes de su señor; debió mancharse cuando se tocó con las manos sucias, caviló en silencio. Tampoco le pasó desapercibida la marca rojiza que tenía en la mejilla izquierda, supuso que por haber dormido recargado sobre esta.

Lord Grafton frunció el ceño, ajeno al escrutinio de su sirviente. ¿Mensajero? ¿De qué mensajero hablaba?
Harold debió intuir su confusión porque con el tacto que le caracterizaba, agregó:

—La carta para lady Grafton será entregada en mano como solicitó.

Una imagen de él inclinado sobre el escritorio con pluma en mano pasó por su mente como un fogonazo.
El latido en sus sienes se acrecentó y el dolor de cabeza tomó tintes de migraña. ¿Qué, en el nombre del Señor, escribió en esa carta?

Desesperado se paró del sillón y comenzó a recoger las bolas de papel esparcidas por la alfombra. La habitación se movía y estaba seguro de que en cualquier momento caería despatarrado sobre la mullida alfombra, no obstante, no cejó en su empeño de levantar cada papel.

—No, no, déjame solo. Que nadie me moleste —dijo a Harold cuando este se aprestó a ayudarlo para recoger el desastre.

—Con su permiso, excelencia.

Lord Grafton no respondió a la despedida de su mayordomo, toda su concentración estaba puesta en recopilar los papeles desperdigados en el suelo sin que la cabeza le estallara. Cuando por fin tuvo todos en el escritorio, volvió a sentarse en el sillón en el que pasó la noche. Se tomó un momento para darle tiempo a su estómago de asentarse, sentía que de un momento a otro botaría hasta los intestinos. La cabeza seguía dándole vueltas, pero pasados unos minutos pudo volver a enfocar la mirada en las decenas de bolas de papel que tenía sobre la mesa de su escritorio.

No tenía idea de qué hora era, pero podría apostar a que hacía rato que pasó la hora del desayuno, debía apresurarse para ir a su habitación antes de que Aidan o lady Isobel decidieran que ya habían tenido suficiente el uno del otro y aparecieran por ahí.

Agarró una maltrecha bola de papel y la estiró sobre el escritorio. Unos trazos que en nada se parecían a su caligrafía aparecieron ante su enturbiada visión.

—Milady, sepa que no reco… —Leyó. Lo que seguía después eran un montón de palabras ilegibles que no estaba en condiciones de descifrar.

Tomó otro.

—Una niña con tus —decía ese. Intentó leer más, pero solo logró comprender una palabra más: ojos.

Lo descartó junto con el anterior en una esquina del escritorio.
Siguió desenrollando pelotas de papel y en cada una encontró frases que apenas y se podían leer, sin ningún sentido, aunque la mayoría tenían dos o tres palabras.




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