El enigma de la Quimera [libro 1]

Materialización de Sueños Lúcidos

El mayor recuerdo que a Adem le gustaba reproducir una y otra vez era cuando tenía tres años y jugaba en la caja de arena, creando castillos con la ayuda de Jara. No la había visto por varios meses y estaba impresionado porque la niña creció mucho en el tiempo que no estuvo con él.

El recuerdo comenzaba con ella acercándose por el largo pasillo blanco, haciéndose cada vez más visible para él. La boca de Adem estaba abierta por la gran impresión y sus ojos brillaban de la emoción de tenerla tan cerca.

Jara se veía mucho más alta; usaba un vestido rojo que le llegaba por las rodillas y unas zapatillas del mismo color; su cabello estaba larguísimo, llegándole hasta las caderas. Por un momento el pequeño Adem no la reconoció, se veía muy mayor para ser la amiga que siempre jugaba con él.

—¿Ñiña? —preguntó el pequeñín.

Jara se acercó y acarició su cabello castaño claro, notando que entre más crecía, el color del pelo se le oscurecía mucho más, pasando de un rubio a un castaño claro. Se agachó un poco para poder verlo mejor.

—Hola, Adem —saludó Jara—. ¿Cómo estás?

—¿Edes ella? —insistió Adem.

—Claro que sí, soy Jara —respondió.

Adem seguía con la boca abierta, sus ojos, que esa mañana se veían de un gris azulado intenso, no dejaban de reparar hasta el más mínimo detalle de la ahora jovencita frente a él.

—Han pasado muchos meses, para él has cambiado mucho —explicó Nana, la cuidadora pediátrica de Adem, mientras se acercaba a ellos.

—Lo sé, me alejé por mucho tiempo —comentó Jara mientras tomaba en brazos a Adem—. Pero ahora vamos a pasar mucho tiempo juntos, ¿verdad, Adem?

Él seguía estando tímido, con sus mejillas regordetas completamente ruborizadas.

Jara y Nana llevaron a Adem al patio del Hospital Pediátrico Central para disfrutar del delicioso clima que había ese día. Dejaron que el niño corriera detrás de un grupo de pequeñines de su edad mientras las mujeres permanecían sentadas en una banca.

Adem las veía por momento de lejos, siempre que volteaba a ver a Jara, ella le saludaba con una mano y le mostraba una cálida sonrisa.

Cuando él se cansó de jugar y estaba sofocado, volvió hasta la banca, trayendo consigo una flor amarilla que había arrancado de un matorral.

—Toma. —Se la extendió a Jara.

—Ah, gracias, Adem —soltó Jara con ternura.

El niño como pudo intentó subir a la banca que sorpresivamente la encontró un poco alta para su estatura.

Adem aún no entraba en su etapa de desarrollo, estaba un poco retrasado, tenía amigos que a su edad se veían mucho más altos. Aunque su pediatra decía que al llegar a los cinco o seis años tendría su primer estirón.

Jara decidió tomarlo con sus brazos y sentarlo en sus piernas, él por un momento replicó, porque quería sentarse a un lado, al igual como lo hacían ellas.

—Adem, ten cuidado, te vas a caer —pidió Nana.

En ese momento, mientras el niño veía a las dos mujeres hablando, notó que en el cuello de Jara había un parche platinado con el escudo de una estrella encerrada en un círculo. Notó que la jovencita hablaba como todo un adulto y su comportamiento era bastante serio, recordándole mucho a cuando su mamá se dirigía a él.

—¡Ñiña, ven, ven! —empezó a pedir Adem, señalando con una mano hacia la caja de arena que estaba en el centro del parque.

—Espera, Adem, espera —pidió Jara, intentando sostener al pequeñín que quería escurrirse entre sus brazos.

—Mejor ve con él —sugirió Nana después de soltar una risita—. Está emocionado porque viniste a visitarlo.

Jara dejó a Adem en el suelo y él, entre brinquitos, le insistió para que lo acompañara hasta la caja de arena.

Ella tuvo que quitarse los zapatos al entrar a la caja grande de arena donde otros niños jugaban en grupitos. Se sentó frente a Adem para ayudarlo a construir un castillo, él le daba órdenes, bastante concentrado en su trabajo de arquitecto de castillos de arena.

—¿Qué tienes en el cuello? —preguntó él por un momento, acercándose y señalándole el parche platinado.

—Esto es un conector, lo usan para, como su nombre lo indica, conectarme —explicó Jara con paciencia—; en este caso me conectan a máquinas.

—¿Máquinas? —preguntó Adem—. ¿Como los contolaloles?

—Sí, como los controladores —aceptó Jara con una sonrisa de encanto.

—Mi papá usa contolaloles y mi mamá también.

—Cuando cumplas los cinco años también podrás usarlos.

—¿Shi?, ¿y me pondlán eso que tienes?

La sonrisa de Jara se fue desdibujando lentamente.

—No, no te pondrán conectores, Adem —contestó ella—. Afortunadamente nunca te conectarán. Nunca.

Lo atrajo suavemente con una mano y le dio un abrazo.

—Mientras yo esté viva nunca te instalarán conectores, te lo prometo —susurró.

En ese momento Adem no tenía idea de a qué se refería Jara, para él, el momento simplemente fue hermoso; estaba concentrado en el dulce aroma de su mejor amiga, disfrutando de aquel abrazo y el gran cariño que ella le profesaba. Se sentía seguro: Jara era su lugar seguro en el mundo.




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