—¿Cómo te sientes, cariño? —preguntó mi madre desde el asiento del copiloto—. ¿Emocionada de volver a casa?
Ese día me habían dado de alta. Nunca me iba a poder acostumbrar a ese ambiente, el constante olor a sedantes, disolución y sangre, la fatigosa tranquilidad, el sonido del monitor cardiaco… Todo eso me volvía loca, y, sin embargo, si podía ver al doctor Anthony y sus sonrisas no importaba. Por primera vez en toda mi trágica vida me sentía disgustada por salir del hospital. No me molestaría quedarme ahí por siempre si él estaba conmigo.
—Bien—contesté, recostada de la ventana—. Estoy feliz de volver a casa con ustedes.
Sabía que si estaba con mis padres en casa no sería mejor, pero sí volvería nuestra vida a la normalidad, esa a la que mis padres estaban acostumbrados, suspendidos en una constante pendiente gracias a mi inestable salud cardiaca.
Me concentré en observar los pequeños y escasos edificios de Kenora, y a disfrutar del resplandor del sol reflejarse por la ventana del auto que no obtenía muy seguido en el hospital.
—Estaba hablando con tu papá—comentó mi madre, y su voz comenzó a tomar ese tono que usaba cuando iba a plantearme algo que yo no querría—. Quizá no quieras comenzar las clases mañana. Podrías quedarte en casa unos días y…
—Mamá, ya sabes lo que pienso de eso—la interrumpí—. Estaré bien.
—Lo sé, pero…
—No intentes usar ese tono persuasivo con Beth, ella es inmune a él—bromeó mi padre, el único hombre en mi vida, y probablemente el último—. Deja que respire un poco.
—¿Estás muy segura? —insistió mi madre.
—Sabes que no encuentro el intermedio en mis decisiones mamá, es un sí rotundo.
—Bien, cariño—su tono de resignación me causó gracia—. Será como tú quieras.
Otro silencio me permitió sumergirme en mis pensamientos, lo que me permitió pensar en Daryl, la enfermera de mi escuela. Supe que fue asesinada cruelmente, probablemente por el mismo loco que les quitó la vida a los profesores Jake y Gary. La última vez que la vi fue cuando me visitó el domingo antes de que las chicas fueran. La vi tan alegre, feliz de que yo no estuviera muerta. No pude despedirme de ella, totalmente injusto. Cuando mis padres me dijeron lloré durante mis últimos días en el hospital.
La familia de la enfermera Daryl se llevó el cuerpo a Toronto, allá estaba la mayoría de sus familiares, donde hicieron el velorio y cremaron su cuerpo.
—Sé que es un poco pronto, pero te compré una cámara nueva cariño—anunció mi padre, sonriéndome con los ojos por medio del espejo retrovisor.
—¿Por qué? —parpadeé sorprendida.
—Cariño, ¿cómo que por qué? Tu cumpleaños es mañana—me recordó mi padre, riéndose—. La guardé en una de las bolsas que están a tu lado.
Parpadeé perpleja. Había olvidado mi cumpleaños 18. Y bueno, ¿qué sentido tenía seguir contando la diferencia de años que colocarían en mi lapida del cementerio? De cualquier forma, jamás podría celebrar como una de esas chicas mayores de edad. Jamás podría tomar, ir a fiestas, ni siquiera había dado mi primer beso, y de cualquier forma ya había renunciado a todas esas experiencias.
Revisé las bolsas hasta que di con la hermosa cámara que mi padre me había comprado. Era una Canon negra, con una correa de seguridad rosada y estampado floral, era perfecta.
—Gracias papá—me limité a contestar, sonriendo levemente, con la oleada de emoción al máximo—. Pero no tenías que hacerlo, mi vieja cámara estaba buena.
—Pero sé cuánto querías esa Canon. Además, te servirá pronto—concluyó papá cuando estacionó el auto frente a la casa.
Mis padres me ayudaron a bajar mis cosas, como siempre no me dejaron llevar nada. El único peso que había llevado en toda mi vida era el de mi cámara y mi bolso de la escuela.
Pensar en la escuela me hizo recordar a mis amigas, sentí mucha nostalgia, ellas eran una fuerte razón por la cual quería volver a la escuela cada mañana, me hacían sentir bien, viva.
Cuando subí al porche escuché ladrar a mi pequeño amigo desde adentro, André, un cachorro castaño demasiado cariñoso como para ser un chihuahua, mi confidente de lágrimas nocturnas.
—Espera un momento André—le avisé—. Mamá, apresúrate, André está ansioso.
Mi madre se acercó para introducir la llave dentro de la cerradura. Entonces, cuando abrió la puerta de repente las luces se encendieron y un poco de papeles de confeti y globos coloridos volaron sobre mí casi al mismo tiempo en el que Estefany, Karol y Nicole saltaron y me gritaron una bienvenida.
Mi corazón latió rápidamente, sentí la necesidad de colocar mi mano sobre el pecho, pero me abstuve de hacerlo por mis padres y mis amigas, no quería que se preocuparan. Me limité a sonreír.
—Chicas—susurré sorprendida.
Las tres saltaron sobre mí para abrazarme. Aquel era el calor más familiar que sentía después del de mis padres.
—¡Beth, qué emoción tenerte de nuevo con nosotras! —exclamó Estefany con emoción—. Te extrañamos mucho.
—Nada es igual sin ti—añadió Karol, estrujando mis mejillas—. Se te quiere mucho, pequeña pelirroja cachetona.
Me reí, al borde de las lágrimas.
Nicole se acercó y me dio un abrazo nuevamente.
—Hasta que la muerte nos separe—me susurró Nicole en el oído.
La abracé más, y no pude evitar que mis lágrimas se derramaran finalmente.
—Awww, estás llorando—chilló Estefany.
—Muy bien, pediré la pizza—avisó mi padre, bajando por las escaleras—. Ya dejé las cosas en tu habitación.
—¿Arreglaron las bolsas de dormir? —preguntó mi madre.
Miré a las chicas con esperanza.
—¿Se quedarán a dormir?
—Por supuesto que sí, estaremos aquí contigo cuando el reloj marque las 12. Seremos las primeras en darte un feliz cumpleaños, chica—Estefany me guiñó un ojo.
Mis labios tambalearon, y me sequé una lágrima prófuga.
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Editado: 08.07.2022