Mi nombre es Noah. Tengo veinte años, estudio diseño gráfico y trabajo medio tiempo en una agencia de publicidad. Me gustan los colores, las formas, y esa sensación de darle vida a las ideas con un clic. Pero si hay algo que me gusta más que diseñar, es volver a casa cada dos fines de semana. Ese lugar donde el café siempre sabe igual, y donde la voz de mi abuela Lucia se escucha antes de que siquiera abra la puerta.
La abuela tiene sesenta años. No es una anciana de las que se quejan por dolores todo el día, ni de las que se sientan a ver novelas con volumen alto. No, mi abuela aún tiene energía para subirse a una silla y cambiar un bombillo si hace falta, aunque yo le diga que no lo haga.
Trabajó toda su vida en una biblioteca del barrio. Ama los libros, los silencios largos y el olor a papel viejo. Pero también sabe usar un celular, manda stickers por WhatsApp, y hasta tiene una cuenta en Instagram donde publica fotos de sus plantas con frases motivadoras. Su favorita es: “Crece donde te planten”.
Ese fin de semana regresé a casa. Hacía frío, el tipo de frío que te hace agradecer tener una manta tejida cerca. Entré y encontré a mi madre, Gabriela, como siempre, peleando con el horno.
—Este horno no sirve, mamá —decía frustrada mientras abría y cerraba la puertita metálica—. Deberíamos cambiarlo ya. Esta casa necesita modernizarse.
La abuela estaba en su rincón favorito, junto a la ventana, con una taza de té humeante entre las manos. Me sonrió apenas crucé la puerta.
—Hola, mi niño —dijo con esa voz que mezcla cariño con nostalgia—. ¿Cómo estuvo la semana?
—Bien, abue. Mucho trabajo, pero me dieron buenos comentarios en la agencia —respondí, colgando mi abrigo.
Mi mamá soltó un suspiro, no supe si por el horno o por la conversación.
—¿Comentarios de qué? —preguntó.
—De una campaña que diseñé para una marca de café. Les gustó el enfoque emocional. Dicen que transmito calidez —dije, y miré a la abuela. Ella guiñó un ojo.
—Porque fuiste criado con amor. Eso se nota hasta en los colores que eliges —comentó, mientras daba un sorbo a su té.
Ga
Mamá no dijo nada. Estaba algo tensa esos días. Siempre que hablábamos de emociones, sentía que le incomodaba. Ella era más práctica. Más de arreglar lo roto en vez de hablar de lo que duele.
Después de cenar, me senté en el sofá con la abuela. Me gusta escucharla. Tiene esa forma de contar las cosas que te hace sentir dentro de la historia. De niño me inventaba cuentos con animales que hablaban y árboles que bailaban. Pero también me contaba historias reales. Como la vez que cruzó la frontera a Canadá siendo apenas una adolescente.
—No hablaba inglés, Noah. Tenía dieciséis, una valija prestada y la receta de las empanadas que me había enseñado mi mamá —recordó riendo—. Y tu abuelo... ay, tu abuelo. Qué terco era.
—¿Lo extrañás mucho? —pregunté en voz baja.
Ella asintió. Se quedó callada unos segundos, y luego dijo:
—Todos los días. Pero ¿sabés? A veces siento que aún está acá, en estas paredes, en los cajones llenos de cartas, en tu risa.
Me conmovió. Y como si me leyera el pensamiento, agregó:
—No tenés que decir nada, solo estar. Eso ya es suficiente.
Luego cambiamos de tema. Le conté que había un chico en la agencia que siempre usaba frases en inglés para parecer más importante, y ella soltó una carcajada.
—Esos son como los loros, repiten todo sin entender. Tu se tu mismo. Eso siempre tiene más valor.
Hablamos también de su cuenta de Instagram. Le pregunté si necesitaba ayuda para programar publicaciones y me dijo:
—No, mi amor. ¿Quieres ver mi última frase? “Las raíces no se ven, pero sostienen todo”.
Me dejó sin palabras. Siempre pensé que los mayores no entendían el mundo digital, pero mi abuela lo entendía de otra forma. No se trataba solo de usar tecnología, sino de cómo la usaba: para inspirar, para estar cerca, para dejar algo bueno.
Después de un rato, subí a mi antigua habitación. Todo seguía como lo dejé, aunque noté que la abuela había puesto una planta en la repisa. Me hizo sonreír. Me acosté pensando en tantas cosas. En cómo cambiamos, en cómo a veces no entendemos a los de otras generaciones, pero también en cómo nos necesitamos.
Una vez, cuando tenía ocho años, me caí de la bicicleta y raspé la rodilla. Estaba llorando, más por la vergüenza que por el dolor. La abuela me levantó del suelo, me limpió la herida y me dijo:
—Los raspones se van. Lo importante es que vuelvas a subirte.
Eso se me quedó grabado. Y ahora, cada vez que un proyecto no sale, o me rechazan una idea en la agencia, me repito eso: “Volvé a subirte”.
El fin de semana pasó rápido. El domingo por la tarde, antes de irme, la abuela me preparó un mate.
—Para que no te olvides de dónde vienes—dijo, mientras me pasaba el termo envuelto en una toalla.
Mamá apareció en la cocina. Me miró con esa mezcla de orgullo y preocupación que solo tienen las madres.
—Cuidate, hijo. Y no te olvides de llamarme —dijo.
—Lo haré, má. Y te prometo revisar ese horno la próxima vez que venga.
Salí con la mochila al hombro y el corazón lleno. Mientras caminaba hacia la parada del bus, la nieve comenzaba a caer otra vez, suave, como un recordatorio de que algunas cosas, por más que pasen los años, siempre vuelven.
Y yo siempre volveré a casa, donde una abuela con Instagram y frases sabias me espera con una taza de té y un abrazo que no necesita explicación.