Raíces Prohibidas

Capítulo 1: La oscuridad del sol

En un tiempo donde la humanidad era medida por el color de la piel y las cadenas se forjaban no solo de hierro, sino de odio, existía un orden cruel en el que la libertad era un lujo reservado para pocos. Las plantaciones se extendían como manchas negras en un paisaje verde y exuberante, donde las voces de los esclavos se ahogaban bajo el ruido de los látigos y el sonido de los grilletes. La tierra, rica en recursos, era cultivada por manos que nunca la disfrutarían, manos que pertenecían a aquellos cuyo único pecado fue nacer con el color equivocado.

En el sur, donde el calor abrazaba la piel y la tierra se convertía en polvo bajo el sol implacable, los esclavos vivían una existencia despojada de dignidad. La ley les decía que no eran humanos, que sus cuerpos eran propiedad, no individuos. El miedo era su sombra constante, y la esperanza, un susurro olvidado entre las risas crueles de aquellos que los poseían.

Los hombres y mujeres negros, los mestizos, los mulatos, fueron marcados no solo por el color de su piel, sino por la historia de su linaje. Su sufrimiento fue un legado transmitido de generación en generación, y entre las palmas de sus manos se tejían sueños rotos y esperanzas que nunca verían la luz del día.

Isabela, una joven mestiza de belleza única, nacida del amor prohibido entre una mujer blanca y un hombre esclavo, creció con un peso que otros jamás entenderían. Ella era hija de un amor maldito, y el odio de aquellos que la rodeaban la marcaba en cada paso. Criada en las plantaciones, su vida fue testigo del sufrimiento y la injusticia. Su madre, una mujer blanca que desafió las normas de su raza, y su padre, un esclavo que amaba profundamente, fueron las víctimas de una sociedad que no perdonaba los errores de los blancos que se atrevían a amar a los negros.

La tragedia comenzó un día como cualquier otro, cuando el sol se alzaba perezoso sobre las plantaciones, iluminando la vida de los esclavos con una falsa promesa de esperanza. Pero esa mañana, Isabela sentiría cómo su mundo se desmoronaba.

Era una niña cuando vio por última vez el rostro de sus padres. La brutalidad de aquel día jamás se borraría de su mente.

Esa mañana, la casa de los dueños de la plantación se llenó de un aire tenso, como si el destino ya hubiera marcado el rumbo de los acontecimientos. Los pasos pesados de los guardias resonaban en las calles de tierra, y el sonido de los látigos golpeando las espaldas de los esclavos se mezclaba con los susurros inquietos de los más viejos. Isabela jugaba cerca de la choza donde vivía con sus padres, ignorante de lo que estaba a punto de suceder.

De repente, los gritos rompieron la quietud del día, y una ráfaga de miedo se apoderó de la pequeña. Corrió hacia la choza, pero sus pies se detuvieron al ver a los hombres de su padre arrastrando a su madre y a su padre. Los rostros de los guardias eran sombríos, como si ya supieran que ese sería el último día que Isabela vería a sus padres con vida.

La noticia ya había llegado a las orejas de los dueños de la plantación: su madre, una mujer blanca, había osado amar a un esclavo. Isabela, como resultado de ese amor, era la prueba viva de su "traición". Aquella "deshonra" no podía quedar impune.

Los ojos de Isabela se llenaron de lágrimas mientras veía cómo su madre era arrastrada por los caballos, el rostro de su padre roto por el dolor y el miedo. Los gritos de su madre se ahogaban en el aire caliente, mientras los hombres rodeaban la choza, sellando el destino de su familia.

"¡Es una traición, una ofensa a nuestra raza!", gritó uno de los hombres, mientras su padre caía al suelo, golpeado hasta la extenuación.

Los guardias, sin piedad, tomaron la vida de sus padres, sin importar los gritos de desesperación de Isabela. La joven no pudo hacer nada. Solo vio cómo el sol, que había sido testigo de tantas vidas destruidas, era el único que aún brillaba en el horizonte mientras la oscuridad comenzaba a apoderarse de su alma. En un abrir y cerrar de ojos, la vida de Isabela cambió para siempre.

Sus padres ya no estaban, y la vida de una niña mestiza en una plantación de esclavos era ahora mucho más dolorosa que antes. De alguna manera, los grilletes ya no solo estaban en las muñecas de los esclavos. Ahora, ella los llevaba en el corazón.




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