El sol estaba en su punto más alto, el calor era casi insoportable, y la tierra de los campos de algodón se extendía como un mar blanco que brillaba intensamente bajo los rayos abrasadores. Isabela, como siempre, se encontraba allí, con las manos callosas y la espalda doblada por el trabajo interminable. Los otros esclavos también trabajaban a su alrededor, sus cuerpos cubiertos de sudor y polvo, y el sonido de las hojas secas y las fibras de algodón rasgando el aire era casi hipnótico.
Pero, a pesar del calor, Isabela no podía dejar de cantar. Esa era su forma de resistir. Cada vez que sentía que sus fuerzas flaqueaban, la melodía fluía de su garganta como un susurro del alma. La canción de esperanza y resistencia era algo que ella había aprendido de su madre, una melodía que siempre la había acompañado en los momentos más difíciles.
"El cielo es grande, el sol es brillante,
pero el corazón del hombre es más fuerte...
Nadie nos doblegará, ni el viento ni la muerte,
nuestra alma sigue viva, sigue luchando, sigue soñando..."
Sus compañeros de trabajo, algunos más viejos, otros más jóvenes, miraban en silencio, como si cada palabra de Isabela les diera fuerzas para seguir trabajando. A lo lejos, los gritos de los supervisores se escuchaban, y las órdenes de los guardias que patrullaban los campos eran nítidas y autoritarias.
Isabela no dejó de cantar, y poco a poco, los demás comenzaron a unirse, como una especie de coro silencioso que solo se podía escuchar cuando la opresión del día y el agotamiento de sus cuerpos se olvidaban por un momento. Las canciones de los esclavos, aquellas melodías llenas de tristeza pero también de rebeldía, se esparcían por el campo, flotando en el aire como una llamada de resistencia.
"¿Qué estás cantando, Isabela?" - preguntó Clara, una joven esclava que trabajaba a su lado. Clara siempre había sido más callada que Isabela, y rara vez hablaba durante el trabajo, pero las canciones de Isabela parecían sacarle algo de fuerza.
"Es solo una canción... una que mi madre solía cantarme cuando era pequeña. Habla de la lucha, de cómo seguimos adelante aunque nos golpeen." - respondió Isabela, sin dejar de mirar al frente mientras tomaba más algodón.
Clara sonrió suavemente. "Tu madre era una mujer fuerte... tú también lo eres."
Isabela la miró brevemente, sorprendida por el elogio. "Gracias, Clara... solo trato de no olvidar quién soy, aunque a veces todo aquí me haga sentir como si me estuviera perdiendo."
Clara asintió, su rostro marcado por el dolor y la experiencia. "Es difícil no perderse. Cada día es una lucha. Pero tú... tú tienes algo que los demás no tienen. Tu voz. Tu espíritu. No todos aquí tienen la fuerza para cantar y seguir adelante."
Isabela no dijo nada, pero su corazón se sintió más ligero al escuchar esas palabras. Aunque las circunstancias seguían siendo las mismas, saber que su canto era algo más que una simple distracción le daba sentido a su vida en esos momentos oscuros.
En ese instante, uno de los supervisores, un hombre alto y de mirada fría, caminó hacia ellas, su sombrero de paja protegiendo su rostro del sol. Isabela dejó de cantar inmediatamente, y Clara hizo lo mismo, sin querer llamar la atención.
"¿Por qué no están trabajando más rápido?" - preguntó el supervisor con voz dura, mirando a Isabela fijamente. "¿Qué es todo ese ruido?"
Isabela levantó la cabeza, tratando de no mostrar su temor. "Solo estábamos cantando para hacer el trabajo más llevadero, señor."
"¿Cantar? No quiero escuchar eso de ustedes." - dijo el supervisor, levantando su látigo con gesto amenazante. "El único sonido que quiero escuchar es el de las manos trabajando, no de sus gargantas."
Los demás esclavos se tensaron, sabían lo que venía. Isabela, sin embargo, mantuvo la calma. No quería que el supervisor los castigara a todos, solo por un momento de alegría. Aunque la rabia ardía en su pecho, decidió no seguir provocando más problemas.
"Lo siento, señor. Volveremos a trabajar." - dijo Isabela con voz tranquila.
El supervisor la miró durante unos segundos, luego resopló con desdén y se alejó, regresando al sendero principal. Los ojos de los demás esclavos seguían fijos en el supervisor hasta que se alejó por completo, y un suspiro colectivo de alivio recorrió el campo.
Isabela miró a Clara, quien le sonrió con tristeza.
"Te arriesgas mucho, Isabela." - dijo Clara, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie los escuchara. "No todos los esclavos tienen tu valentía."
Isabela se encogió de hombros. "No puedo dejar de cantar. Es lo único que tengo. Si eso me va a costar la vida, que así sea. Pero mientras pueda, voy a cantar."
La tarde pasó lentamente, y aunque el trabajo no se detuvo, algo había cambiado en el aire. Los esclavos volvieron a unirse en silencio, con el sonido de sus manos recogiendo el algodón como el único ruido en el vasto campo. Pero Isabela sabía que había algo más profundo que los unía: la resistencia silenciosa, la voluntad de no perderse por completo en la desesperanza.
A medida que el día llegaba a su fin, el cielo se teñía de naranja, y el calor comenzaba a disminuir. Los últimos rayos de sol iluminaban los campos y los rostros agotados de los esclavos. Isabela se encontraba agotada, pero su alma seguía viva, vibrante.
"Nosotros somos fuertes, Clara. Y aunque a veces nos olvidemos de eso, siempre habrá algo que nos recuerde quiénes somos."
Clara la miró, sus ojos llenos de gratitud. "Sí, Isabela... siempre habrá algo. Y mientras tú cantes, nunca olvidaremos."
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Editado: 12.04.2025