Francia, 1998
Todo comenzó a algunos kilómetros de Bordeaux. Había un pequeño pueblo ubicado a cincuenta kilómetros del Étang de Batourot. Las calles estaban adoquinadas. Las pequeñas casas de aspecto viejo y rústico tenían la fachada pintada de blanco, las puertas estaban talladas en madera. Había una plaza, en la cual había un mercado del cual entraban y salían mujeres cargando sus compras en bolsas de papel y cestos tejidos. A la derecha estaba una pequeña pero hermosa iglesia. Había palomas sobre el campanario y algunas personas escuchaban desde fuera la celebración eucarística. A la izquierda, una escuela rodeada de otros negocios concurridos.
Por las calles paseaban animales de carga. En cada esquina había faroles y una que otra cabina telefónica. Dos carreteras conducían a la ciudad. Una comisaría y negocios familiares tales como una barbería, un bar, cantidad de fondas que ofrecían comida deliciosa, y un recién construido consultorio médico. Estaba también la alcaldía, que era una casa grande y elegante, adornada por un hermoso jardín. Y había una casa en las afueras del pueblo, a pocos metros de un pequeño arroyo. Era de un sólo piso y la fachada estaba pintada de color celeste. Tenía pocas, pero grandes ventanas, cubiertas por cortinas de color blanco.
Aquella mañana, un elegante auto negro y con cristales polarizados llegó al pueblo, llamando la atención de los vecinos. El vehículo aparcó frente al consultorio médico. Ahí esperaba un hombre moreno y regordete vestido con un traje de color negro. Lo primero que llamaba la atención al verlo era su prominente nariz, ancha y con las foses tan grandes que recordaba a un cerdo.
El hombre se acercó resollando al vehículo. Del lado del conductor salió un muchacho moreno que usaba gafas ahumadas. Su cabello era tan largo que debía peinarlo con una coleta. El muchacho abrió la puerta trasera. Del vehículo salieron tres personas. El primero fue un hombre de ancho espaldar, alto y fornido. Su cabello iba peinado hacia atrás. Sus rasgos, angulosos. Sus ojos verdes se ocultaban detrás de las gafas de montura dorada. Llevaba un traje negro, y lucía una camisa pulcramente abotonada, adornada con una corbata de color vino. Llevaba un par de mocasines perfectamente lustrados.
La segunda persona era una hermosa mujer. Su piel apiñonada hacía juego con su larga melena castaña. Tenía una nariz pequeña y respingada. Ojos grandes y de color gris. Usaba un elegante y sencillo vestido café, con curvas perfectamente remarcadas.
Y el último fue un chiquillo no mayor de diez años, delgado y de estatura promedio. En su rostro resaltaba una mirada cálida, con un brillo travieso e inocente. Su cabello era corto y castaño, tan alborotado que parecía como si se hubiese despeinado. Sus ojos eran de color aceituna. En sus mejillas esbozaba un ligero rubor, y aquello le otorgaba un toque de ternura. Vestía tan sólo con una camisa que le quedaba quizá demasiado suelta, pantalones vaqueros y zapatos Nike, relucientes e impecables.
El hombre regordete tendió una mano hacia el hombre fornido, diciendo con una sonrisa:
—Bienvenido a Le Village de Tulipes. Usted debe ser el doctor…
—Montalbán —completó el hombre, estrechando su mano—. François Gérard Montalbán. Ella es mi esposa, Marie Claire.
—Encantado de conocerla, madame Montalbán —dijo el hombre regordete estrechando la mano de la mujer—. Mi nombre es Pierre Gaudet. Soy el alcalde del pueblo.
—El placer es mío, monsieur Gaudet —respondió Marie Claire.
—Y él es mi hijo, Jacques —continuó François.
El pequeño saludó con una sonrisa, y Gaudet devolvió el gesto. Acto seguido, avanzó resollando para señalar el consultorio médico con un ademán de la cabeza. Y, sin borrar su sonrisa, dijo:
—¿Hermoso, no es así? Está listo para la inauguración de la próxima semana.
—Es un pueblo pintoresco, monsieur Gaudet —concedió Marie Claire—. Aunque la idea de mudarnos aquí me inquieta un poco. ¿Hay escuelas en este lugar, monsieur Gaudet? Comprenderá que nuestro hijo necesita continuar con sus estudios.
—Hay una escuela de buena calidad cerca de la iglesia.
—Eso es discutible, monsieur Gaudet —dijo François—. ¿Va a llevarme a ver a ese paciente tan importante?
—Sí, doctor —respondió Gaudet—. Su nombre es Raoul Pourtoi. Vive en las afueras, con su esposa Odile y su hija Apoline.
—¿Cuál es su situación? —preguntó François.
—Tiene una pierna rota. Es un gran problema carecer de apoyo médico en el pueblo, sobre todo para los Pourtoi.
—¿Se puede saber la razón? —quiso saber Marie Claire.
—Los Pourtoi son, por mucho, la familia más pobre del pueblo. Raoul es un simple agricultor. Sus ingresos son escasos ya que todos los productos son proporcionados por camiones que vienen de Bordeaux. Odile es un ama de casa que de vez en cuando viene a la plaza a vender artesanías que ella fabrica con sus propias manos. Y Apoline, bueno, es tan sólo una niña.