—¿En qué momento me enamoré de ti? —le pregunté mientras la abrazaba.
—No lo sé. Tal vez fue aquel día cuando me diste esa semilla que nunca germinó —dijo ella sonriendo y luego añadió—. ¿Y si comenzamos desde el principio y así vemos cómo ocurrió todo?
Recuerdo que ella estaba sentada delante de mí, mientras que, desde atrás, yo la abrazaba. Los dos estábamos en medio de un campo muy hermoso, con la hierba bien verde, como si fuera primavera, pero en realidad era verano.
Entonces miré hacia el cielo y comencé a recordar la forma en que la conocí. Mientras hablaba, pasaban recuerdos por mi mente de ese día.
Sin duda, ese día había sido uno de los mejores de mi vida. No sabía si ella sería la persona que compartiría el resto de la vida conmigo. Aun así, me arriesgué y quise enamorarme mientras la conocía más.
Pero eso no había empezado allí. Había una larga historia detrás, una historia que no había tomado en cuenta en ese momento.
¿Quién era yo antes de ella?
Siempre fui un joven picaflor: me gustaban las mujeres y todo el tiempo andaba detrás de una diferente, ilusionándome e intentando encontrar el amor en el lugar incorrecto. Pasé por muchas decepciones, decepciones que me rompieron el corazón y me hicieron dejar de creer en el amor.
Entonces aparecía alguien y decía en mi interior:
—Ella es la correcta, de eso estoy seguro.
Tiempo después, Dios mismo me demostraba que no lo era. Entonces debía volver a sanar este corazón destruido por otro desamor. La culpa era mía por enamorarme tan rápido.
Años después, cambié y ya ni siquiera sabía qué era el amor. Enamorarse, algo que antes me resultaba tan fácil, ahora era algo casi imposible para mí.
Me volví alguien frío y no pensé que alguien podría volver a encender la llama extinta en mi corazón.
—¿Papi, quieres un abrazo? —le preguntó mi hermanita menor a mi padre al ver que, al comienzo de esta nueva historia, su cara se tornaba triste. Él asintió con la cabeza, ella fue y lo abrazó.
En ese momento, ya había dejado de tronar y la lluvia ya no era tan fuerte. Entonces llegó la luz y toda la casa se volvió a iluminar. Todos mis hermanos corrieron a la tele a ver animados, mientras yo me quedé sentado junto a mi padre. Él me vio y me dijo:
—¿Por qué no vas con tus hermanos? —Moví mi cabeza hacia los lados, mientras mis ojos, emocionados, lo miraban. Entonces añadió—. Ah, ya sé qué pasa. Quieres que continúe la historia. Sin embargo, eso no va a ser posible. Vas a tener que esperar a que vuelva a llover.
Sonrió, me guiñó su ojo derecho y se fue, dejándome allí intrigado con la historia y obligándome, de cierto modo, a ver animados antes de ir a bañarme. Yo era el mayor de mis cuatro hermanos, apenas tenía 14 años, pero entendía su historia a la perfección.