Recuerdos del corazón.

Un paso en falso.

"En mi mente, dos sombras juegan,
una de luz, otra de noche,
una, el susurro suave,
la otra, el eco frío que no se esconde.

Sus rostros se entrelazan en mi pecho,
y mi memoria se rompe en pedazos,
como si el viento arrastrara
las palabras que quiero recordar.

¿Es la suavidad la que me acaricia el alma,
o el frío el que se esconde en mis sueños rotos?
Mis ojos se ciegan,
mi corazón se pierde entre las dos.

Ambas me pertenecen,
y a la vez, ninguna.
La verdad se desvanece
como niebla al amanecer."
---

La lluvia caía sobre nosotras, fina y persistente, empapando las calles de París con su reflejo plateado. Las luces de los faroles parpadeaban entre el agua acumulada en los adoquines, y el sonido de nuestros pasos resonaba entre las callejuelas solitarias.

Ella caminaba a mi lado, con la misma elegancia de siempre, con su abrigo negro empapado sobre sus hombros y su expresión impenetrable. A pesar de la humedad y el frío, parecía ajena a todo. Como si la lluvia ni siquiera la tocara, aunque cada gota deslizándose por su rostro la hacía aún más hermosa.

Yo, en cambio, llevaba su abrigo sobre mí, cálido y pesado. Me lo había puesto de nuevo sin darme opción a rechazarlo. Pero algo en su postura me inquietaba. Su espalda estaba tensa, su mirada fija en el camino, y el aire a su alrededor era distinto.

Sabía que algo le pasaba.

—¿Estás enojada? —pregunté, mirándola de reojo.

Ella no respondió enseguida. Sus labios estaban apretados, su expresión más seria de lo habitual.

—No contigo —respondió al final, sin siquiera mirarme.

Su voz seca y cortante me hizo fruncir el ceño. No era la primera vez que se ponía así, pero cada vez que lo hacía, algo dentro de mí se agitaba, una sensación molesta de querer comprenderla y al mismo tiempo de querer zarandearla para que me hablara con claridad.

—Entonces, ¿qué te pasa? —insistí.

Ella suspiró.

—No quiero que estés con ella.

Oh… eso.

La entendí en el acto.

Los celos en su voz eran más que evidentes, aunque tratara de ocultarlos bajo esa capa de indiferencia. Lo había notado desde el principio: su incomodidad cuando Dulcia se acercaba demasiado, su mirada filosa cada vez que nos veía hablar, su actitud cada vez más tensa cuando mencionaba su nombre.

No comprendía del todo su rechazo hacia ella, ni el motivo detrás de su desconfianza. Pero había algo más. Algo que se escondía en sus palabras y en la forma en que sus manos temblaban levemente.

La miré con atención.

—No entiendo por qué la odias tanto —murmuré.

Ella apretó la mandíbula.

—Tú… no sabes nada.

Me detuve en seco.

Su tono tenía un peso distinto esta vez, algo más profundo, casi como si estuviera suplicando que no insistiera más. La lluvia seguía cayendo, golpeando con suavidad el abrigo que me había prestado, empapando el suelo a nuestro alrededor.

—Entonces dime qué es lo que no sé.

No respondió. Su mirada se volvió más oscura, su postura rígida, como si estuviera debatiéndose entre hablar o callar para siempre.

—Escucha… no quiero hablar de esto —dijo al final, su voz más baja—. Esto solo hará que te duela la cabeza.

Una excusa. Una advertencia.

No me gustaba cuando hablaba así, como si supiera más de lo que yo misma era capaz de recordar.

—Dímelo —insistí.

Entonces, sin previo aviso, se giró hacia mí.

Tan rápido, tan repentino, que apenas tuve tiempo de reaccionar.

De pronto, su rostro estaba peligrosamente cerca del mío.

El agua goteaba de su mandíbula perfecta, resbalando por su cuello, mientras sus ojos verdes se clavaban en los míos con intensidad. La lluvia nos envolvía en un velo de murmullos, pero el silencio entre nosotras se volvió ensordecedor.

Tragué saliva.

—Cuando yo digo algo, tú obedeces —susurró, su voz firme, sin titubeos.

—¿Por qué debería obedecerte? —repliqué, sintiendo una chispa de rebeldía encenderse en mi interior—. No eres mi madre ni nada.

Un error.

Sus dedos atraparon mi mandíbula con firmeza, obligándome a mirarla.

Su agarre no era brusco, pero sí firme, lo suficiente para hacerme sentir atrapada bajo su dominio.

Mis labios se entreabrieron involuntariamente, y mi respiración se agitó cuando su mirada descendió lentamente hasta mi boca antes de volver a encontrar mis ojos.

—Porque eres mía —susurró con peligroso fervor—. Si no lo entiendes, te lo haré entender aquí mismo, en la calle. No me importa nada con tal de que lo comprendas.

Me ruboricé al instante.

El frío de la lluvia ya no existía.

Todo mi cuerpo ardía bajo el peso de su mirada, de su proximidad, de la forma en que su voz se hundía en mi piel como una caricia prohibida.

No podía sostenerle la mirada por mucho tiempo, así que desvié los ojos, incapaz de responder.

Ella sabía lo que hacía.

Sabía exactamente cómo hacerme callar, cómo hacerme sentir así…

Y lo odiaba.

Odiaba la forma en que mi cuerpo reaccionaba a sus palabras.

Odiaba que mi corazón latiera más rápido cada vez que ella me hablaba así.

Odiaba que me robara el aliento sin siquiera intentarlo.

—Sólo eres una maldita loca posesiva y celosa… —mascullé con la voz entrecortada.

Ella sonrió de lado.

Un gesto peligroso, un destello de algo que me advertía que esto no había terminado.

Y, sin soltarme, bajó su rostro un poco más, dejando que sus labios rozaran apenas mi mejilla antes de susurrar:

—Y aun así… sigues aquí.

Mi corazón casi se detuvo.

La lluvia seguía cayendo, la ciudad seguía latiendo a nuestro alrededor…

Pero en ese momento, lo único que existía era ella.

La lluvia continuaba cayendo sin descanso, empapando las calles con su incesante murmullo. Las gotas resbalaban por mi piel, se filtraban en mi cabello, y el aire frío me erizaba la piel. A mi lado, Zafiro caminaba en silencio, su abrigo todavía sobre mis hombros. Su semblante seguía serio, pero sus pasos eran firmes, como si con cada uno de ellos estuviera conteniendo algo que luchaba por salir.



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Editado: 26.05.2025

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