"No supe cuánto pesaba su existencia en la mía hasta que la ausencia comenzó a hundirme, lenta e inevitablemente, como un barco condenado al fondo del océano."
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La lluvia caía con una fuerza despiadada, empapando mi ropa, pegándola a mi piel como si quisiera hundirme aún más en este abismo de desesperación. Mis rodillas estaban clavadas en el suelo húmedo, y mis manos temblaban mientras me aferraba a la nada, como si pudiera atrapar los fragmentos rotos de algo que nunca volvería a ser entero.
Lloraba. No, llorar no era suficiente para describirlo. Me desgarraba en un llanto que ahogaba incluso el sonido de la tormenta. Gritaba, con la garganta rota, con la voz quebrada, con el alma abierta y sangrante. No me importaba quién escuchara. No me importaba si la lluvia lavaba mis lágrimas o si se mezclaban con la tierra a mis pies. Todo daba igual.
Se fue. Se fue… y me odia.
Las palabras eran cuchillas en mi mente, repitiéndose sin piedad, desgarrándome desde dentro. Su mirada… jamás la olvidaré. No era solo enojo. No era solo decepción. Era algo más profundo, más cruel. Era tristeza, un vacío en sus ojos que me devolvía mi propio reflejo roto. ¿Cómo pudo mirarme así? ¿Cómo permití que todo llegara hasta este punto?
No sé cuánto tiempo estuve allí, arrodillada bajo la lluvia, sintiendo cómo el frío se arrastraba por mi cuerpo, helando mi piel, pero incapaz de calmar el incendio dentro de mí. En algún momento, mi llanto se volvió un sollozo silencioso, mi pecho subía y bajaba con dificultad, como si respirar doliera más que contener el aire.
La busqué con la mirada una vez más. Como si aún quedara un resquicio de esperanza de verla ahí, de que regresara, de que se volviera hacia mí con ese brillo cálido en sus ojos ámbar… Pero no estaba. Se había ido. Y con ella, se llevó lo último que me quedaba.
Un pensamiento amargo y desesperado me atravesó.
¿Cómo dejé que se fuera?
¿Cómo permití que la prefiriera a ella?
Mis labios temblaban, no sabía si por el frío o por la culpa, por el pánico de haberla perdido para siempre. Fui una estúpida. Fui una idiota. Pude haber hecho algo, cualquier cosa. Pude haberme tragado el orgullo, haberla dejado gritarme, haberme arrodillado ante ella y suplicado hasta quedarme sin voz… Pero no lo hice.
Porque soy una cobarde.
El peso en mi pecho era insoportable, una presión que amenazaba con aplastarme, con consumirme desde dentro. Me abracé a mí misma, temblando, sintiéndome más sola que nunca en mi vida.
Lentamente, me obligué a ponerme de pie. Cada músculo en mi cuerpo protestó, como si mi propio ser se negara a seguir adelante. Mi cabello goteaba sobre mis mejillas, mis manos eran un desastre de frío y temblor, mis piernas apenas me sostenían. Pero el verdadero dolor, el que no se veía, el que ardía en lo más profundo de mí, era el que realmente me estaba matando.
No tenía sentido quedarme allí. No tenía sentido seguir mirando el vacío, esperando que ella regresara. Porque no lo haría.
Porque la perdí.
Y nada en este mundo, ni siquiera mi propio arrepentimiento, podría traerla de vuelta.
Caminé sin rumbo, con los hombros encorvados y el alma hecha pedazos. La lluvia seguía cayendo sin tregua, empapándome hasta los huesos, pero yo apenas lo notaba. Todo lo que sentía era el peso de la tristeza aplastándome el pecho, hundiéndome en un abismo del que no sabía si podría salir.
No quería ir a casa. No podía. Las paredes de mi habitación se sentirían como una cárcel, y la soledad me devoraría viva.
Seguí caminando sin pensar en el destino, con los pies fríos y la ropa pesada por el agua. Cada paso resonaba en las calles vacías, y mi mente repetía la misma escena una y otra vez: la forma en que Cordelia me miró por última vez, su voz llena de furia y dolor, la manera en que se alejó sin dudar, dejando atrás todo lo que habíamos sido.
No quiero volver a verte en la vida.
Las palabras se clavaban en mí como espinas, punzantes, insoportables.
No sé cuánto tiempo estuve vagando hasta que un letrero llamó mi atención.
"Biblioteca."
Me detuve, mi respiración entrecortada por el frío.
Madame Fournier.
Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que la visité. Siempre decía que la biblioteca era como un segundo hogar para mí, y en este momento, necesitaba desesperadamente sentirme en casa.
Empujé la puerta con torpeza, y el sonido de la pequeña campanilla anunció mi llegada. Apenas crucé el umbral, el aroma a libros viejos me envolvió, cálido y reconfortante, como un abrazo silencioso. El aire dentro era agradable, con ese leve aroma a madera antigua y café que siempre flotaba entre los estantes.
Escuché pasos apresurados y luego la vi aparecer entre las sombras de los libros. Madame Fournier cargaba una pila enorme en sus brazos, moviéndose con dificultad hasta el mostrador.
—¡Oh, Zafiro! —exclamó al verme, su voz llena de sorpresa y preocupación—. ¡Estás empapada! ¡Quítate ese abrigo de inmediato, por Dios!
Su regaño cariñoso me sacó una pequeña risa, pero fue un sonido apagado, casi inexistente. Me deslicé el abrigo de los hombros y ella se apresuró a colgarlo junto a la estufa de leña que siempre mantenía encendida en invierno.
A los pocos minutos, regresó con una taza de café humeante entre sus manos y me la ofreció con una sonrisa.
—Cariño, estás completamente helada…
—Estoy bien, Madame. No importa.
Tomé la taza con ambas manos, sintiendo el calor extenderse por mis dedos congelados. Apenas di un sorbo antes de que un pensamiento me golpeara con fuerza: no estoy bien.
Miré la ventana de la vitrina, donde la lluvia se deslizaba en pequeñas corrientes sobre el cristal. La tormenta era peor ahora, el cielo se había oscurecido casi por completo. Algo dentro de mí se revolvió con inquietud.
Había una sensación extraña en el aire.
Un vacío.