Recuerdos del corazón.

Las sombras susurran.

"Su perdón es un amanecer tras una eterna noche. Poco a poco, vuelve a confiar en mí… y juro que nunca he sido tan feliz. Mi diosa me está regresando a la vida."
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El silencio de la biblioteca se extendía entre nosotras como una niebla espesa, cargada de palabras no dichas y preguntas que temía hacer.

Cordelia aún me miraba con esa sonrisa traviesa, con un brillo en los ojos ámbar que me mantenía anclada en el lugar. Era una mirada que no lograba descifrar del todo, como si se divirtiera con mi tormento, pero también escondiera algo más. Algo que no me atrevía a nombrar.

El calor seguía ardiendo en mis mejillas, y por un instante, sentí que todo a mi alrededor se desvanecía, dejando solo su presencia.

—¿No vas a decir nada? —preguntó con un tono dulce, pero inquisitivo, ladeando apenas la cabeza como si estuviera disfrutando de mi desconcierto.

Intenté abrir la boca, pero no encontré las palabras adecuadas.

Porque, ¿qué podía decir?

¿Que sí, que era mi diosa, mi musa, la razón por la que mis días no parecían tan grises?

¿Que su existencia era un poema que yo nunca podría escribir sin sentirme insuficiente?

No.

No podía decirle nada de eso.

No ahora. No así.

La biblioteca estaba envuelta en una penumbra dorada, con las lámparas antiguas proyectando sombras largas sobre las estanterías llenas de libros. Afuera, la noche empezaba a reclamar la ciudad, y la luz de los faroles apenas llegaba a filtrarse a través de los ventanales.

Cordelia no insistió.

En lugar de eso, dejó escapar una risa suave—apenas un susurro—y giró sobre sus talones, dirigiéndose a los estantes de libros con la misma calma con la que siempre lo hacía.

La observé en silencio mientras deslizaba los dedos por los lomos de los libros, acariciándolos con un cuidado casi reverente.

Me pregunté cuántas veces habría repetido ese mismo gesto, buscando respuestas entre las páginas, perdiéndose en los mundos que habitaban en la tinta y el papel.

Y entonces pensé en algo más aterrador.

¿Cuántas veces había olvidado esas historias?

¿Cuántos libros había leído y amado, solo para perderlos en la bruma de su mente cuando sus recuerdos se desvanecían como arena entre los dedos?

Mi pecho se apretó con una mezcla de angustia y devoción.

Madame Fournier pasó junto a mí en ese momento y tocó mi hombro con suavidad. No dijo nada, solo me dedicó una mirada cómplice antes de desaparecer en la parte trasera de la biblioteca, dejándonos a solas.

Respiré hondo.

El silencio volvió a llenar el espacio entre nosotras, pero no era un silencio incómodo. Era uno denso, cargado de significados que no podía descifrar.

La vi detenerse frente a una estantería más alejada, sacando un libro con movimientos cuidadosos. Lo abrió con la naturalidad de alguien que se siente en casa entre las palabras, sus pestañas temblando apenas mientras leía.

Mis pies se movieron solos.

Antes de que pudiera darme cuenta, ya estaba a su lado.

Ella no reaccionó de inmediato, como si estuviera completamente absorta en lo que leía, pero entonces, sin apartar la vista del libro, habló:

—¿Desde cuándo soy tu "diosa"?

Su tono era ligero, juguetón, pero no vacío.

No era una burla.

Era algo más.

Algo que me hizo contener la respiración.

El aire se sintió espeso en mi garganta. Mi corazón, que hasta entonces había latido fuerte pero contenido, pareció redoblar su ritmo de golpe, con una violencia que casi me hizo marear.

Ella no me miró de inmediato.

Pasó las páginas del libro con lentitud, como si esperara mi respuesta sin apurarme. Como si me estuviera dando la oportunidad de decir la verdad.

Mis labios se entreabrieron, pero no tenía voz.

El impulso de huir volvió con fuerza, pero mis pies estaban clavados en el suelo.

No podía escapar.

No cuando ella estaba tan cerca.

No cuando el aroma de los libros y la tinta vieja se mezclaba con la fragancia sutil de su piel.

Tragué saliva y, con un hilo de voz, dejé escapar la única verdad que podía permitirme decir.

—Tal vez… desde siempre.

Cordelia, esta vez sí, levantó la mirada.

Sus ojos se encontraron con los míos y, por un instante, sentí que el tiempo se detenía.

Vi algo en ellos.

Algo que no era burla.

Ni incomodidad.

Ni rechazo.

Pero tampoco era una respuesta.

Era una pregunta.

Una pregunta que aún no sabía si me atrevía a responder.

Ella no dijo nada más.

Solo me sostuvo la mirada un momento más de lo que era prudente y luego bajó la vista de nuevo al libro, como si no hubiera oído nada.

Pero lo había oído.

Y yo lo sabía.

Me quedé allí, de pie, sintiendo mi pecho latir con tanta fuerza que temí que ella pudiera escucharlo.

El silencio entre nosotras cambió.

Ya no era un silencio cargado de dudas.

Era un silencio que escondía promesas.

Suspiré, cerrando los ojos un instante.

No importaba lo que pasara después de esta noche.

Porque, por ahora, ella aún estaba aquí.

Y yo…

Yo seguiría llamándola mi diosa, aunque nunca lo volviera a decir en voz alta.

La noche ya había perdido su brillo, como si incluso la luna se negara a mirar las calles por las que caminaba. Mis pasos resonaban en la acera húmeda, apagados por la neblina que se deslizaba entre los edificios como un susurro gris. A cada paso, la idea de llegar a esa casa maldita se volvía más insoportable.

No quería volver.

No quería ver su rostro.

Pero no tenía a dónde más ir.

Pensé en Madame Fournier, en la calidez de la biblioteca, en la paz que había sentido por un momento a su lado... y por un segundo consideré tocar su puerta, pedirle refugio. Pero no podía. No quería molestarla, no otra vez, no con mis miserias. Además, ya era tarde, y la dignidad, o lo que quedaba de ella, me empujaba a seguir caminando hacia ese agujero al que llamaba hogar.



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Editado: 03.06.2025

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