"Últimamente llueve dentro,
como si el cielo supiera mi nombre.
Siento tantas cosas…
y todas quieren hablar a la vez.
Hay días que el miedo me toca la espalda,
días donde el amor me arde en la piel,
y noches que me abrazan tan fuerte
que olvido cómo respirar.
No entiendo lo que pasa,
pero algo dentro de mí quiere salir,
como un recuerdo que golpea la puerta
y aún no sé si quiero abrir."
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Estos días han sido como olas: impredecibles, intensas… hermosas y aterradoras a la vez. A veces me detengo a pensar en todo lo que ha cambiado en tan poco tiempo, y no sé si reír o llorar. ¿En qué momento pasamos de ser solo dos niñas en un barrio olvidado de París a dos almas entrelazadas por algo más que la amistad? ¿Quién iba a pensar que mi mejor amiga —mi única amiga durante años— sería también la persona que me haría sentir cosas que aún no sé cómo nombrar?
Jamás imaginé que Zafiro y yo terminaríamos juntas. O quizás sí… muy en el fondo. Quizás siempre lo supe, pero el miedo y la confusión eran demasiado grandes como para permitir que esa certeza flotara en la superficie. Ahora está aquí, en mi casa, desayunando conmigo como si fuera lo más natural del mundo. Y lo extraño es que... se siente natural. Se siente bien.
La mañana se colaba por las ventanas con la suavidad de un suspiro. El sol dibujaba sombras delicadas sobre la mesa de madera mientras el aroma del pan tostado y el té se entremezclaba con el crujir de las tazas y la voz tranquila de mi abuela. Zafiro estaba sentada a mi lado, muy cerca, como si supiera que mi pecho necesitaba su calor para seguir latiendo con calma. Sus dedos jugaban perezosamente con los míos sobre la mesa, y aunque el gesto era simple, me sentí ruborizar.
—Mi amor, ¿por qué no comes? —preguntó en voz baja, con esa mirada que siempre parece querer leerme como un libro sin final.
—Estoy bien… perdón, me quedé pensando —respondí con una sonrisa tímida, apartando la vista por un segundo.
—Si no te gusta, puedo prepararte algo mejor —dijo con ese tono suyo, entre protector y desafiante, como si el mundo entero no importara más que hacerme sentir bien.
Mi abuela alzó una ceja. Su mirada, tan conocida, tan afilada, se posó sobre ella con una mezcla de seriedad y fastidio maternal.
—¿Estás diciendo que mi desayuno está mal hecho? —preguntó, cruzándose de brazos.
Zafiro se puso tiesa por un segundo, y no pude evitar reír suavemente al ver su expresión de susto fingido.
—¡No, suegra! Sólo digo que si mi novia quiere otra cosa, yo con gusto se lo preparo.
—¡Zafiro! —exclamé entre risas, dándole un pequeño empujón con el hombro—. ¡No digas eso!
—¿Qué te dije de llamarme así? —gruñó mi abuela—. Y delante de mí, no muestres tu cursilería barata con mi nieta. Tengo oídos, ¿sabes?
—Oh, señora Madeleine —replicó Zafiro sin perder la sonrisa—. No puedo evitarlo. ¿Cómo resistirme a tal belleza? Está hecha para ser adorada, mimada… amada.
Mi cara ardía como el té recién servido. Le pegué de nuevo, esta vez un poco más fuerte, mientras mi abuela soltaba un bufido, aunque no pude ignorar cómo sus labios se curvaban apenas en una sonrisa disimulada.
—Mocosa malcriada —murmuró—. Di algo más así y te prohíbo volver a ver a mi nieta.
—¿De verdad cree que eso funcionaría? —dijo Zafiro, con esa osadía que me asusta y me enamora a la vez.
—¿Me estás desafiando, niña?
—Tal vez…
—¡Ya basta! —interrumpí, sonriendo entre la tensión dulce que había crecido como hiedra entre las tres—. ¡Callense las dos y coman!
Se miraron con fingido desafío, como dos guerreras que en el fondo se respetan demasiado como para hacerse daño de verdad. Porque lo cierto es que, aunque ahora mi abuela se muestra más severa con ella, aunque la trata con una firmeza que no usaba antes, sé que la quiere. Sé que le importa. Solo está asustada… como yo lo estuve. Como todos lo estamos cuando sentimos que el amor puede cambiarlo todo.
Zafiro tomó mi mano de nuevo, esta vez con suavidad, y sin importar la mirada de mi abuela, se la llevó a los labios.
—Te amo —susurró, tan bajo que solo yo pude oírlo.
Le sonreí. De esas sonrisas sinceras, que no se dibujan en los labios sino en el alma.
Por un instante, todo el caos del mundo pareció quedar fuera de nuestra casa.
Lo bueno es que hoy era sábado. El sol se filtraba a través de la ventana de mi habitación como un velo dorado, envolviendo los muebles, los libros, las paredes… y a nosotras. Zafiro me había dicho que, después del almuerzo, íbamos a salir. “Quiero pasear contigo”, fue su excusa. Pero yo la conozco bien. Demasiado bien. No se trataba solo de un paseo: quería estar a solas conmigo. Lo supe por el brillo de su mirada al decirlo, por la manera en que su voz se volvió más baja, más suave. A veces parece que le gusta buscar excusas para huir conmigo del mundo.
Ahora estábamos en mi cuarto, las dos sumidas en una calma que se sentía especial, cálida. Yo estaba acostada en mi cama, de costado, con una queja suave en los labios y la cara medio hundida en la almohada, mientras Zafiro se encontraba sentada con elegancia en la silla de mi escritorio. Tenía una de mis libretas en las manos, una de esas donde escribo mis poemas, esos que juro esconder y que, sin embargo, siempre termina encontrando.
—¿Qué había dicho sobre la privacidad? —le dije, sin mirarla, con voz arrastrada entre fastidiada y resignada.
—Tú y yo sabemos que no ibas a cumplir con esa promesa —respondió sin apartar los ojos del cuaderno, con ese tono tan sereno que me irrita y me enamora a la vez.
—Maldita loca, celosa y posesiva —murmuré mientras me cubría la cara con el brazo, intentando ocultar el rubor que ya sentía subiendo por mis mejillas.
—Me encantan tus poemas sobre mí —dijo, y la escuché sonreír con esa voz suya tan baja, tan segura, tan Zafiro.
Me removí en la cama, avergonzada. ¿Cómo podía leerlos tan tranquila? Esos poemas no eran solo letras, eran confesiones, pensamientos sueltos que mi mente no podía decir en voz alta pero que necesitaba dejar en algún papel para no ahogarme con ellos. Eran míos. Eran íntimos. Y sin embargo, verla disfrutarlos me provocaba un calor secreto en el pecho.