Recuerdos del corazón.

El abismo nos susurra.

El sol aún no se decidía a atravesar del todo las viejas cortinas de mi ventana, y la habitación permanecía envuelta en una penumbra suave, teñida de azul grisáceo. Entre sueños sentí algo cálido y delicado en mi mejilla. Un roce, luego otro. Besos. Besos que reconocí de inmediato. Labios suaves, dulces, que se deslizaban con ternura por mi piel, seguidos por una voz apenas susurrada, que sonaba como si estuviera envuelta en terciopelo.

—Buenos días, mi vida… —me susurró Zafiro con la calidez de quien te ama incluso cuando aún tienes los ojos cerrados.

Fruncí el ceño, enterrando el rostro contra la almohada. No quería despertarme. El mundo seguía siendo un lugar demasiado ruidoso, confuso, y mi cabeza aún latía con los ecos de un sueño que no quería enfrentar.

—Déjame… —murmuré con voz apagada, como si con eso pudiera esconderme del día.

—No, no, no… —dijo entre risas suaves—. Tienes que cambiarte. Vamos a llegar tarde a la escuela.

Sentí que se sentaba en el borde de la cama, su cuerpo rozando el mío, cálido, presente, inquebrantable. Yo apenas me moví, solo envolví más fuerte las cobijas a mi alrededor.

—¿Y tú cómo piensas cambiarte? No estás en tu casa. —intenté argumentar, con los ojos aún cerrados.

—Madame tiene un uniforme de repuesto para mí. Lo dejó ayer en la biblioteca, ¿recuerdas? —Zafiro apoyó una mano suave sobre mi hombro, acariciándome con el pulgar, insistente pero dulce—. Pasaremos primero por ahí y luego vamos juntas a clase.

—No quiero… —gemí como una niña cansada—. Me duele la cabeza...

Ella soltó una risita, tan ligera que parecía flotar en el aire.

—No puedes usar tu condición como excusa, diosa mía... —susurró cerca de mi oído, haciendo que me estremeciera.

Esa palabra. Diosa. Siempre lograba desarmarme con ella. Cada vez que la pronunciaba, mi pecho se apretaba, mis mejillas se encendían, y me sentía tan vulnerable como honrada, como si ella viera algo en mí que yo aún no podía ver del todo.

—Deja de decirme así… —murmuré, aún escondida en las sábanas.

—Pero me encanta —susurró aún más cerca, tan suave que sus labios parecían dibujar cada sílaba sobre mi piel—. Tú eres mi diosa, Cordelia. Podría pasarme la vida entera alabándote, si me dejaras.

Me mordí el labio, aún con los ojos cerrados. Sentía su aliento en mi cuello, la forma en que su voz me envolvía como un hechizo. Quería odiarla por saber tan bien cómo hacerme derretir. Pero la verdad era que no podía.

—Tonta… —dije entre dientes, sin poder evitar una sonrisa.

Ella soltó una risita victoriosa, satisfecha. Luego, sin más, se puso de pie y caminó hasta el perchero de madera. Pude sentir cómo sus pasos se alejaban lentamente mientras dejaba mi uniforme cuidadosamente doblado a un lado de la cama. Aún no abría los ojos, pero la sentía. Podía oír el leve crujido de la madera bajo sus pies, el susurro de su ropa, y luego… su mirada.

Sí, su mirada me quemaba. Podía sentirla clavada en mí incluso con los ojos cerrados.

—Levántate, diosa mía —repitió con voz melodiosa, como si entonara una plegaria privada que solo nosotras conocíamos.

Abrí los ojos apenas unos centímetros y la vi. Estaba de pie a mitad de la escalera que bajaba del altillo, su figura envuelta en sombras, apenas bañada por la luz que se colaba por la ventana. Su rostro tenía una sonrisa traviesa, y sus ojos oscuros brillaban con picardía pura. Sabía exactamente lo que estaba haciendo. Sabía lo que provocaba en mí.

La odiaba. La odiaba por conocer tan bien cada rincón de mi corazón. Y, al mismo tiempo, la amaba por eso.

Suspiré, resignada, mientras tomaba el uniforme. Pero en mi interior, sentía una chispa encenderse. No era un simple despertar. Había algo distinto en el aire. Algo iba a cambiar. Lo presentía, aunque no sabía por qué.

El desayuno se sentía más silencioso de lo habitual para mí, aunque en realidad no lo era. La cocina estaba llena del aroma a pan recién horneado, mantequilla caliente y ese té suave con toques de jazmín que solo mi abuela sabía preparar. La luz de la mañana entraba por la ventana, cálida y dorada, dándole al espacio un aire casi acogedor, casi reconfortante… pero dentro de mí todo era distinto.

Sentada a la mesa, con el plato frente a mí, me costaba incluso sostener los cubiertos. Mi cuerpo estaba ahí, sí… pero mi cabeza seguía latiendo con un zumbido persistente, una presión en las sienes que me hacía fruncir el ceño cada pocos segundos. No era un dolor abrumador, pero sí lo suficiente molesto como para hacerme sentir frágil. Irritable. Como si algo dentro de mí estuviera a punto de romperse sin previo aviso.

Mi abuela, sin embargo, parecía completamente ajena a mi malestar. Hablaba animadamente con Zafiro, que como siempre parecía tener el control total de la conversación. Las dos reían de vez en cuando, intercambiaban anécdotas, miradas cómplices, como si se conocieran de toda la vida. Me habría parecido tierno de no ser porque todo en mí estaba abrumado. No por celos. Sino por el ruido en mi cabeza. Por esa presión constante que me quitaba incluso las ganas de sonreír.

—Estás muy calladita hoy, Cordelia —dijo mi abuela con cierta dulzura, aunque no disimuló el tono de ligera preocupación.

Antes de que pudiera siquiera responder, sentí una mano cálida rozar mi pierna por debajo de la mesa. Me sobresalté un poco. Era Zafiro.

Sin que nadie lo notara, se inclinó ligeramente hacia mí y me susurró con una voz que parecía diseñada para quebrarme:

—Come, preciosa… —sus labios casi tocaron mi oído— ¿O quieres que te lo dé yo misma en tu bonita boquita?

El mundo pareció detenerse un segundo. Me puse tan roja que casi sentí que iba a explotar. Un calor subió por mi cuello, me apretó el pecho, y lo único que pude hacer fue apartarme de golpe, alejándome de ella con el rostro encendido y la mirada clavada en mi plato.

Zafiro soltó una risa suave, divertida, orgullosa de haberme hecho sonrojar hasta la raíz del alma. Mi abuela la miró de reojo, negando con la cabeza en silencio, como si no necesitara palabras para expresar su resignación ante la descarada osadía de Zafiro.



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Editado: 03.06.2025

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