Recuerdos del corazón.

Lo que solía brillar.

"Algo en su mirada me inquieta... como si tras la lluvia no llegara la calma, sino una tormenta aún más oscura, esperando en silencio para devorarla por completo."
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Creí que moriría el mismo día que ella iba a morir.

No fue un pensamiento pasajero ni un impulso de dramatismo adolescente. Fue real. Brutalmente real. Sentí cómo el mundo se desmoronaba bajo mis pies, cómo todo lo que era sólido se volvía líquido, se escapaba entre mis dedos. El aire se volvió denso, irrespirable. El corazón me golpeaba las costillas como si intentara escapar de mi pecho. El miedo me devoraba desde adentro, me arrastraba hacia un abismo oscuro donde la única imagen que se repetía una y otra vez era la de Cordelia… inmóvil. Inconsciente. Silenciosa.

Lloré como nunca antes había llorado. Con el cuerpo entero, con el alma desgarrada. No me importó gritar, no me importó que me vieran perder la cordura. Me volví loca. El mundo podía acabarse en ese instante y yo solo pensaba: no me dejes. Porque no sabía cómo sería un mundo sin ella. Ni quería imaginarlo.

Mi amor por Cordelia es demasiado grande. Tan inmenso que a veces me asusta. Nadie lo entiende. Ni siquiera ella, tal vez. A veces creo que ni siquiera yo lo entiendo. Solo sé que cuando la veo, cuando la escucho, cuando la toco, todo cobra sentido. Y cuando está mal, yo también me desarmo.

Ahora estoy en su casa. En la cocina, preparando su desayuno con manos temblorosas. El sol de la mañana entra por la ventana, iluminando las partículas de polvo en el aire. Todo está en silencio, excepto por los ruidos suaves de la abuela Madeleine buscando algo dulce para darle a Cordelia. Su palidez de esta mañana me hizo recordar que su nivel de azúcar puede estar bajo después de lo que pasó. No quiero que sufra más. No lo permitiré.

Ella no irá a la escuela por unos días. El médico lo decidió después de que yo, entre sollozos, le contara todo lo que había pasado, todo lo que vi. Me escuchó en silencio, con gravedad en la mirada. Me creyó. Supo que esto no era solo un desmayo. Que algo dentro de ella está cambiando, que su cuerpo está pidiendo ayuda a gritos que solo quienes la amamos podemos oír.

Pero hay algo que me preocupa más allá de su salud física. Algo más difícil de describir. Desde que despertó de ese borde entre la vida y la muerte, ya no es la misma. No del todo.

Noté cómo, anoche, mientras se sentaba en su cama rodeada de sus abuelos, su sonrisa no era verdadera. Era una mueca educada, vacía. Sus ojos, esos ojos ámbar que antes brillaban como hojas doradas al sol, ahora parecían apagados. Lejanos. Como si estuviera viendo todo desde un rincón oscuro dentro de sí misma. Como si no estuviera realmente allí. Y eso me partió el corazón.

Me acerqué a ella con cuidado, le tomé la mano, y con voz suave le pregunté:

—¿Estás bien?

Ella me miró, forzó una sonrisa y dijo:

—Solo estoy cansada.

Pero no era solo cansancio. Era vacío. Era un eco dentro de ella que nadie más parecía escuchar. Yo sí lo escuchaba. Yo sí lo sentía.

Y eso solo fue el principio.

Esta mañana, la despertaron sus propios gritos. Me levanté sobresaltada, corrí a su habitación y la encontré llorando, jadeando como si acabara de escapar de una pesadilla. Me abrazó fuerte, como si se aferrara a mí para no volver a caer. Me dijo que había tenido un mal sueño, pero que no recordaba qué había soñado. No quise presionarla. Solo la abracé. Solo estuve con ella.

Ahora, mientras la señora Madeleine busca azúcar o algo dulce que pueda estabilizarla, me ocupo del desayuno. Le estoy preparando su pan favorito, con mermelada de fresa, fruta cortada en trozos pequeños como le gusta, y té caliente de manzanilla. Cada pequeño detalle me importa. Cada gesto es una forma de decirle: estás viva, estás aquí, yo te amo.

—Estoy preocupada… casi la pierdo —murmuro sin poder contenerlo.

La señora Madeleine, que me escucha mientras revuelve una taza con miel, me responde con calma:

—Pero no fue así, no se preocupe, yo la cuidaré.

Luego, con una voz más firme, añade:

—Cariño, tú tienes que ir a la escuela.

—Quiero quedarme con mi novia y cuidarla —le digo, con el alma en los labios.

Ella deja lo que hace y se acerca. Su mirada es dulce, pero ahora hay una firmeza maternal en su voz que no deja lugar a discusión.

—Entiendo que quieres cuidarla, que estás preocupada, que es tu novia y bla bla bla… Pero también creo que Cordelia necesita tiempo para sí misma. Espacio para estar sola. Para sanar a su manera.

Me quedo en silencio. Sus palabras me golpean como agua fría. Me cuesta admitirlo, pero tiene razón. Yo no puedo ser el centro de su sanación. Por mucho que quiera protegerla de todo, hay heridas que solo se curan en soledad.

—De acuerdo… —respondo finalmente—. Le dejaré el desayuno en su habitación e iré a la escuela.

La señora Madeleine me sonríe y me da una suave palmadita en la espalda.

Subo las escaleras con la bandeja en las manos, caminando despacio. Cada peldaño parece pesar más que el anterior. Cuando llego a su cuarto, empujo la puerta con suavidad. Cordelia está sentada en la cama, envuelta en sus sábanas como si fueran su escudo contra el mundo.

—¿Cómo te sientes, mi amor? —pregunto en voz baja.

—Cansada… —responde sin energía, sin emoción.

Dejo el desayuno sobre la mesita de noche. Me siento a su lado. La observo. Su rostro parece más pálido que ayer, sus ojos sin el brillo de siempre. Me duele verla así. Me duele más de lo que soy capaz de decir.

—Gracias… por el desayuno —susurra.

—Tu abuela me obligó a ir a la escuela… así que tendrás que quedarte aquí hoy —le digo, tratando de sonreír un poco para no preocuparla más.

Ella no dice nada. Solo baja la mirada.

Me inclino hacia ella. Tomo su rostro entre mis manos y la beso. Un beso profundo, cálido. Como si quisiera pasarle un poco de vida a través de mis labios. Cuando me separo, por un segundo, sus ojos brillan. Solo por un segundo. Luego, el brillo se apaga.



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Editado: 26.05.2025

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