Recuerdos del corazón.

Jaula de oro.

"No puedo más, Cordelia... me quema el deseo por ti, me enloquece esta espera. Quiero besarte hasta perder el aliento, fundirme en tu piel, escuchar cómo gimes mi nombre entre suspiros. Te necesito tan cerca que duela, tan mía que no exista el mundo fuera de nosotras. Despierta... o juro que voy a volverme cenizas esperándote."

Los días se convirtieron en semanas, y las semanas, sin piedad, se transformaron en meses. Cuatro, para ser exactos. Cuatro largos meses desde el accidente. Y cada uno fue una tortura suave y lenta, una herida que no sangraba pero ardía. La rutina se volvió un castigo constante: despertar, pensar en ella, ir a verla, regresar con el pecho hueco. Y repetir. Una y otra vez. Como un reloj roto que seguía girando por inercia. Me cansaba esta estúpida rutina de mierda. Me desgastaba. Me arrastraba por dentro como una corriente subterránea de la que no podía escapar.

A veces las ilusiones eran tan nítidas que dolían, otras, apenas un susurro en mi mente cansada. Había mañanas en las que despertaba creyendo que me había llamado por mi nombre. No su voz soñada, no, su verdadera voz: cálida, suave, dulce como la miel y rota como el cielo después de una tormenta. Pero al abrir los ojos, solo encontraba mi techo y ese silencio espeso que se instalaba en la garganta.

Quería que despertara. Lo deseaba con una desesperación feroz, como quien desea respirar bajo el agua, como quien desea fuego en pleno invierno. Pero no sabía cuándo iba a ocurrir. Nadie lo sabía. Y eso me mataba lentamente, como un veneno sin color ni sabor que se cuela por las rendijas del alma. Cada visita al hospital era un golpe en la boca del estómago: verla allí, dormida, pálida, tan hermosa y tan lejos. Su cuerpo seguía aquí, pero su mente, su risa, su alma, estaban en otro mundo al que yo no tenía acceso.

Y sin embargo, yo seguía yendo. Como una idiota. Como una creyente que reza a un dios que no le responde. Me sentaba a su lado, le hablaba, le cantaba cosas estúpidas que nunca me atrevería a cantar despierta, le leía los poemas que me había escrito cuando aún podía sonreír. A veces solo me quedaba en silencio, agarrándole la mano y tratando de imaginar que me apretaba de vuelta.

Soñaba mucho con ella. Sueños raros, irreales. Algunos eran dulces: estábamos en el lago, bajo el sol, y ella me besaba como si el tiempo no existiera. En otros, ella despertaba y me miraba como si nunca me hubiera visto antes. Y yo gritaba. La llamaba. Pero no me escuchaba. Me dolía despertar de esos sueños. Porque en el fondo... prefería quedarme dormida con la ilusión de tenerla que enfrentar el día sin ella.

Cada vez que iba a visitarla, había momentos en los que el impulso me ganaba. Quería besarla, tocarla, fundirme con ella para obligarla a despertar. Me daban ganas de agarrarla con las manos temblorosas y matarla de amor, de deseo, de mis labios... solo para calmar el incendio que me consumía por dentro. Pero nunca lo hacía. Me quedaba inmóvil. Me conformaba con imaginarlo. A veces, solo rozaba su mejilla o acariciaba su cabello, como si eso pudiera conjurarla de regreso. Pensar en ella me ponía nerviosa. Me desarmaba. Hacía que mi cuerpo reaccionara en formas que no entendía, que no quería, pero tampoco podía evitar.

Hoy era 3 de junio. No era un día especial en el calendario de nadie, pero para mí lo era. Era el día que marcaba los cuatro meses desde que la perdí sin perderla. Era también el día que me recordaba que en poco tiempo sería su cumpleaños. Diecisiete. Iba a cumplir diecisiete y no estaba aquí para saberlo. ¿Cómo se celebra el cumpleaños de alguien que duerme? ¿Se le canta? ¿Se le lleva un regalo? ¿Se llora?

Estaba sentada junto a ella. Su respiración era lenta, tan lenta que a veces me asustaba. Pero constante. Se aferraba a la vida como podía. Y yo me aferraba a ella. Ya casi no me enojaba como lo hacía en el primer mes. Ya no rompía cosas, ni gritaba. Aprendí a sobrevivir sin su voz, sin sus ojos, sin su sarcasmo suave y encantador. Pero no era vida. Era algo... parecido. Algo con menos luz.

Lo que no pude retener fue mi deseo. Era más fuerte que yo. Amarla también significaba desearla, y eso me avergonzaba a veces. Me hacía sentir sucia por pensar esas cosas cuando estaba inconsciente. Pero ¿cómo evitarlo si ella me quemaba incluso dormida? ¿Cómo evitar que el cuerpo reaccione ante lo que ama con tanta desesperación? A veces me ponía roja solo de recordar la forma en que me miraba, la forma en que me rozaba sin querer, la forma en que decía mi nombre con ese tono que solo usaba conmigo.

La amaba. La amaba tanto que dolía respirar sin ella. Pero también la deseaba. La deseaba con ese deseo salvaje y tembloroso que uno no puede nombrar en voz alta. Me hacía jadear solo con imaginar que me acariciaba el rostro o que sus labios se deslizaban por mi cuello. Quería que me tocara. Que me hablara con esa voz suave. Que me mirara con esos ojos ámbar e hipnotizantes y me hiciera perderme para siempre en ellos.

Quería... no. Necesitaba que me dijera que también me extrañaba. Que aunque no pudiera moverse o hablar, en ese otro mundo donde ahora habitaba, también pensaba en mí. Que no me había olvidado. Que aún me amaba.

Me incliné un poco, puse mi frente contra la suya. Cerré los ojos. Y susurré con voz rota:

—Cordelia... vuelve. Por favor. Me estoy pudriendo sin ti.

Esta vez me fui mucho antes del hospital. No porque quisiera, sino porque Madame me obligó. Según ella, tenía “cosas más importantes que hacer” que quedarme sentada todo el día como una estatua de mármol mirando a Cordelia sin mover un solo músculo. Lo decía con tono autoritario, pero en el fondo sabía que lo hacía por preocupación. Porque, aunque nunca lo decía con palabras, le dolía verme marchita, hundida, consumida en ese cuarto blanco donde el tiempo parecía no pasar.

Se suponía que tenía que hacer tarea, una montaña de deberes que se había ido acumulando como polvo en una habitación cerrada. Pero mi mente estaba en otro lugar, flotando, dispersa, frágil como una hoja seca. Caminé sin apuro por las calles, respirando el aire fresco de junio que ya comenzaba a anunciar el verano. El sol se colaba entre los edificios de piedra, dorando los techos y las ventanas. Me había vuelto a preocupar por mi apariencia, no por mí, sino porque Madame me fulminaba con la mirada cada vez que me veía despeinada o vestida como si me hubieran arrastrado por el suelo. Así que hoy me puse un abrigo limpio, unos zapatos presentables y hasta me hice una trenza. No porque me importara, sino porque ella me importaba. Y porque, en el fondo, me recordaba a alguien.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.