"En el instante en que sus ojos se abrieron y dijeron mi nombre, toda la oscuridad que me había devorado durante meses se rompió. La luz que tanto anhelaba volvió a brillar... y, por primera vez en mucho tiempo, el mundo recuperó sus colores. Volví a respirar, volví a vivir."
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Desde ayer por la tarde, cuando fui a la iglesia, no quise ver a nadie más. Me encerré en mi habitación y me dejé caer en la cama como si el mundo ya no tuviera peso ni sentido. No lloré, no podía. Estaba agotada, vacía... triste, como si el alma se me hubiera quedado en esa capilla, de rodillas, suplicando por algo que no dependía de mí.
Y ahora estoy aquí, sentada en esta fría y estúpida sala de espera del hospital, rodeada de paredes grises y relojes que se burlan de mí con cada tic-tac. Madame está a mi lado, acariciándome el cabello con esos dedos que tiemblan menos de lo que deberían. A veces creo que ella también finge ser fuerte para que yo no me derrumbe.
—Estará bien —susurra suavemente, como si quisiera hipnotizar mis pensamientos rotos—. Tal vez solo le están cambiando las vendas, o poniéndole ropa limpia. Cosas de rutina.
—Pero si fuera eso, me habrían dejado entrar... —murmuro, apretando los puños sobre mis rodillas—. Ellos saben perfectamente que soy su novia.
Ella sonríe como quien recuerda algo gracioso en medio de una tormenta.
—¿Te acuerdas de esa enfermera que te miró con cara de culo cuando dijiste que Cordelia era tu novia?
Suelto una pequeña risa nasal.
—Qué vieja más estúpida...
—Sí. Me cae pésimo.
La risa se alarga unos segundos. Es suave, breve, como una bocanada de aire fresco en medio del ahogo. Ella sigue acariciando mi pelo, con ese gesto tan maternal que me recuerda que no todo está perdido.
Pero me aparto un poco, frunciendo el ceño.
—Ya basta... no me gusta que me toquen el cabello.
—Ay vamos, déjame hacerte una trenza. Te ves adorable con trenzas.
—La única que puede tocarme el pelo es mi mujer.
—¿Pero tu mujer está en coma?
—Cuando despierte, me tocará el pelo... pero igual tendrá prohibido hacerlo —respondo, y ella me lanza una mirada entre divertida y exasperada.
—Eres una aburrida, Zafiro.
—Y tú una vieja loca.
El tiempo pasa más lento que nunca. Madame empieza a hablarme de ropa, de telas que vio el otro día en una tienda de segunda mano, de un vestido azul que, según ella, le quedaría precioso a Cordelia. Yo apenas la escucho. Solo asiento, de vez en cuando. Mi mente está en la puerta al final del pasillo. Todo dentro de mí está ahí, esperando que se abra. Esperando volver a verla, aunque sea dormida.
Y entonces aparece el doctor.
Camina hacia nosotras con pasos calculados, la mirada baja. No sé por qué, pero siento que algo va a cambiar. Mi corazón se acelera sin permiso. Me incorporo de inmediato.
—¿Qué pasó? —pregunto. Él me ignora, clavando los ojos en Madame.
—Señorita Madeleine, ¿puede acompañarme un momento?
Ella se levanta despacio, asintiendo con la cabeza.
—¿Qué? ¿Por qué solo ella? —mi voz se quiebra, y me levanto también, enfrentándolo—. Yo también quiero ir. ¿Se trata de Cordelia?
—Lo siento, señorita, pero solo puede pasar ella por ahora.
—¡No! ¡Yo soy su novia! ¡Yo la conozco mejor que nadie! ¡Tengo derecho!
—Zafiro... —susurra Madame, tomándome las manos—. Tranquila, cariño. Iré, veré qué pasa... y volveré contigo. Solo... no hagas ninguna estupidez mientras tanto.
Le aprieto los dedos con fuerza, deseando que mis ojos no se llenen de lágrimas justo ahora.
—No es justo... yo debería estar ahí —susurro con rabia contenida, viendo cómo se alejan por el pasillo—. ¡Es mi mujer! ¡Debería ser yo quien esté a su lado!
La puerta se cierra tras ellos, y el mundo se queda en pausa.
Respiro hondo. Aprieto la mandíbula. Y me quedo ahí, sola, en medio de una sala llena de gente que no entiende nada. No saben lo que duele amar tanto a alguien que ni siquiera puede decir tu nombre... todavía.
Llevaba más de diez minutos mascullando insultos entre dientes, sentada con los brazos cruzados, el ceño fruncido y los nervios devorándome por dentro. Mi pierna no dejaba de moverse, temblando sin control, y cada dos segundos alzaba la mirada hacia esa maldita puerta blanca al final del pasillo, como si de pronto fuera a abrirse y todo volviera a estar bien.
Pero no pasaba nada.
Nada.
Solo ese silencio insoportable de hospital, ese olor a desinfectante, el murmullo lejano de pasos, de llantos ajenos, de gente que no me importa. Porque la única persona que me importa está ahí adentro, y no me dejan verla. Y eso me está matando.
Me incliné hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas y enterré las uñas en la palma de mi mano sin darme cuenta. La ira me quemaba por dentro. La ansiedad me revolvía el estómago. Yo siempre lo sé todo, siempre. Sé cómo respira Cordelia cuando duerme, sé cuándo está mintiendo, cuándo va a llorar aunque no derrame una lágrima. ¿Y ahora tengo que quedarme aquí? ¿Sentada, como una niña castigada? ¿Alejada de la única persona que da sentido a mi existencia?
—Mierda... —susurré apretando los dientes, notando recién que mi mano sangraba. Me estaba arrancando la piel, me dolía, pero no lo suficiente como para importarme. Solo quería verla. Saber que seguía viva. Que seguía siendo ella.
Y entonces… la puerta se abrió.
Me giré con el corazón atascado en la garganta, sin aliento, como si el mundo entero se detuviera un segundo. Y la vi.
Cordelia.
Mi Cordelia.
Ahí estaba, en una silla de ruedas empujada por una enfermera, con Madame y el doctor a sus espaldas. Y estaba despierta. Tenía los ojos abiertos. Tenía esa sonrisa dulce, frágil, un poco desorientada… pero suya. Mi mundo, que había estado a oscuras por tanto tiempo, estalló de nuevo en luz.
Me levanté tan rápido que la silla cayó hacia atrás. Sentí las lágrimas subir desde el pecho hasta los ojos antes de que pudiera detenerlas. Y corrí. Corrí como nunca había corrido en mi vida, ignorando la voz preocupada de Madame a lo lejos.