Recuerdos del corazón.

17. Emoción y esperanza.

Solo faltaban dos días para que Cordelia saliera del hospital. Había aprendido a estar con ella, a sostener su mano sin pensar en cuánto dolía verla débil. Cuidarla no era difícil… ella era luz. Pero él. Ese pedazo de sombra, ese diminuto ser peludo que ronroneaba con prepotencia y dormía como si tuviera dueño del mundo… ese animal era un maldito caos con patas.

Llevaba solo unos días en mi habitación, y ya había conquistado más espacio que yo misma.

Era de noche. El aire helado de la biblioteca se colaba por las ventanas antiguas, el silencio era casi perfecto... hasta que no lo fue.

Un maullido agudo, molesto y prolongado me perforó el oído como una aguja oxidada.

—¿Qué carajo…?

Me removí entre las sábanas, molesta. Abrí los ojos con lentitud, el cuerpo adormecido por el cansancio. Busqué con la mirada entre la oscuridad de mi habitación y ahí estaba: esa sombra negra con ojos de luna. Sentado bajo mi cama, viéndome con esos malditos ojos verdes que parecían juzgarme.

—¿Qué mierda quieres? —gruñí, con voz rasposa—. ¿No sabes lo que es respetar la hora de dormir?

Él no contestó, claro. Solo me observó. En silencio. Como si yo fuera la culpable por estar durmiendo. Un segundo después, soltó otro maullido agudo, como si exigiera atención inmediata.

—No empieces…

Le di la espalda, cubriéndome con la manta. Pero su lloriqueo no se detuvo. Era insistente. Pegajoso. Insoportable. Como una campana oxidada golpeando la puerta de mi paciencia.

Sentí algo moviéndose. Escuché el leve sonido de sus garritas sobre la madera. Y antes de que pudiera protestar, ya estaba subiéndose a mi cama. Escalando con determinación hasta llegar a mi cuello.

—No, no, no. ¡Bájate, idiota! —murmuré, girando un poco, pero él se acomodó exactamente donde no debía: entre mi cuello y mi mandíbula, como si su lugar hubiera sido ahí desde siempre.

Frotó su pelaje tibio contra mi piel, con esa manera descarada de buscar afecto. Ronroneó. Ese maldito sonido… era como una vibración suave y constante, un motorcito diminuto que me obligaba a relajarme contra mi voluntad.

—¿Estás marcándome o qué? Estúpido…

Me quedé inmóvil unos segundos. Su respiración era tan pequeña, tan delicada. Su cabeza se apoyó con ternura bajo mi mentón, como si estuviera pidiéndome sin palabras que lo dejara quedarse. Y lo peor es que lo hice.

—Te odio… —susurré, bajito, casi con una sonrisa que no quise admitir—. Pero me caes bien…

Sentí cómo su cuerpo se adaptaba al mío, como si fuera una pieza que había estado esperando en silencio para encajar. Cerró sus ojos y sus garras, como siempre, se clavaron un poco más en mi ropa como advertencia silenciosa: no me muevas. Su ronroneo se hizo más lento, como si se apagara de a poco.

—No me dejas espacio —protesté, susurrando entre dientes—. Mueve el culo, malcriado.

Intenté empujarlo un poco con el hombro, pero soltó un maullido de queja tan ofendido que parecía un drama teatral. Volvió a aferrarse a mí, sus garras como pequeños ganchos llenos de miedo y apego.

—Eres insoportable…

Y sin embargo, me rendí. Me dejé vencer. Me acomodé de nuevo en la cama, dejando que ese pedazo de sombra con ojos verdes se quedara dormido encima mío. Mi brazo lo envolvió sin darme cuenta, mi respiración se acompasó con la suya.

Me recordaba a ella.

Al primer abrazo de Cordelia. A cuando me miró con esos ojos llenos de miedo, de cariño, de esperanza. Y yo, como ahora, también fingí que no me gustaba… que no me estaba desmoronando por dentro.

Ese gato era un caos.

Un maldito caos como ella.

Y sin embargo…

Ya no podía dormir sin él.

Aún le seguía dando comida suave. Había pasado varios días desde que lo encontré, pero no tenía la menor idea de cuándo cambiarle la dieta. Me parecía tan pequeño todavía… no sabía si podía tragar croquetas duras o si simplemente fingía ser frágil para manipularme mejor. Y lo peor era que podía ser ambas cosas.

Madame intentó ayudarme cuando le pregunté, pero nunca había tenido mascotas. Me miró como si le hablara en un idioma que no dominaba. Y los libros de la biblioteca tampoco servían. Había tomos sobre física, filosofía, literatura clásica, medicina… pero no había ni uno solo que hablara de cómo criar un gato malcriado que tenía el ego de un emperador romano.

Él… él era extraño.

Podía estar hambriento, casi desesperado, y aun así comía lento. Como si saboreara cada partícula con una paciencia maldita solo para hacerme esperar. Tenía esa dualidad absurda: inquieto y calmado, terco pero mimoso, agresivo y dulce. Me sacaba de quicio… pero me gustaba. Supongo que era así como se sentía cuidar algo.

Su manera de protestar eran sus garras. No necesitaba maullar tanto para hacerme entender lo que quería: se aferraba a mí, a mi brazo, a mi hombro, a mi cuello, y si intentaba despegarlo, ahí estaban sus uñas, recordándome que él decidía cuándo era suficiente. Lo más desesperante era su mirada. Esos ojos verdes —tan parecidos a los míos y a los de Cordelia— hablaban más que sus quejas sonoras. A veces, cuando lo ignoraba, simplemente me miraba. Fijo. Como si me estuviera leyendo el alma y encontrando fallas.

Y claro, era celoso. Terriblemente posesivo.

Había notado que si alguien se me acercaba, sus maullidos se volvían más agudos. Como advertencias. Pero si la persona se acercaba demasiado… gruñía. ¿Un gato gruñendo? Sí. Y si eso no funcionaba, las garras hacían su aparición estelar.

Fue justo así la última vez que Leonardo vino a la biblioteca.

Como siempre, se paseó por el mostrador, con su típica sonrisa descarada, diciendo que venía a ver a Madame o al “gatito”. Lo sabía bien: mentía. Madame siempre estaba ocupada clasificando libros y él apenas la saludaba. Al gato… bueno, el gato lo odiaba.

Ese día en particular, yo estaba en mi rincón habitual, leyendo un libro que no había querido prestar a nadie más que a mí misma. El felino estaba, como era costumbre, enroscado en mi hombro, su lugar favorito. Dormía con su pata trasera colgando perezosamente, sus garras entrelazadas en mi camisa como si fuese su nido personal. Respiraba profundo. En paz. Hasta que Leonardo se acercó.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.