"Aunque la mente borre el ayer,
y el nombre tiemble en el papel,
hay algo que no muere jamás:
el latido que te vuelve a encontrar.
Porque el alma no olvida el color
de una voz, una risa, un temblor,
y en el eco suave de la emoción
viven los recuerdos del corazón."
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Desde aquel accidente, jamás pensé que volvería a recordar tantos rostros, tantas voces, tantas emociones que parecían enterradas en lo más profundo de una oscuridad sin fondo. Durante un tiempo creí que partes de mí se habían perdido para siempre… como hojas arrastradas por el viento. Pero la memoria del corazón es más fuerte que la del cuerpo. Y cuando menos lo esperaba, ya faltaba solo un día para mi cumpleaños. Diecisiete años. Vividos entre sombras, dolor… y amor.
Habían pasado casi seis semanas desde que desperté del coma. Seis semanas llenas de pequeñas batallas, de risas inesperadas, de frustraciones cotidianas… y de besos robados en medio de la fragilidad. Hoy, por fin, podía escribir sin ayuda y caminar por mi cuenta, aunque aún con una leve cojera. No es perfecto, pero… es vida, y eso es más que suficiente.
Zafiro, como siempre, estaba conmigo. Mientras yo escribía un nuevo poema frente al ventanal de mi habitación, ella se acomodaba el abrigo y se peinaba frente al espejo, de espaldas a mí. Su reflejo me sonreía sin necesidad de mirarme.
—¿Estás lista, mi amor?
Esa voz. Su voz. Era suficiente para que mi pecho se llenara de luz. A veces me preguntaba cómo llegamos aquí, cómo aquella amistad callada y dulce se transformó en esto... en un amor que arde bajo la piel, que me sostiene incluso cuando yo ya no puedo.
Nunca imaginé que estaríamos juntas de esta forma. Hubiera sido capaz de enterrar mis sentimientos por siempre, de fingir que amaba a alguien más... solo para no perderla. Pero el destino, cruel y compasivo a la vez, decidió darnos una segunda oportunidad. Y aquí estamos. Unidas. Reales.
—Sí... ya casi termino —respondí, mientras firmaba el poema con trazo firme:
"Cordelia Beaulieu".
Sonreí. Era mío. Como lo era mi voz, mis palabras, mis cicatrices. Y también... mi historia.
Me abotoné el abrigo café, algo gastado pero cálido. No teníamos mucho dinero, pero tampoco lo necesitábamos. No cuando tenías a alguien que te amaba tanto como para cargarte en brazos sin quejarse. Zafiro lo hacía cada vez que bajábamos las escaleras, por más que yo insistiera en hacerlo sola. Hoy no fue la excepción.
—Puedo hacerlo, Zafiro —le dije con el ceño fruncido mientras ella me sujetaba de la cintura.
—No quiero que te lastimes, mi vida. Solo un poco más, ¿sí?
Suspiré, cediendo. Ella tenía esa forma dulce de preocuparse por mí que no podía resistir. Aunque caminara, cojeando o no, sabía que siempre estaría a mi lado para atraparme si caía.
Cuando bajamos, el aroma a pan recién horneado flotaba por toda la casa, tibio y envolvente como los recuerdos de la infancia. Mi abuela, Madeleine, nos esperaba en la cocina, su figura siempre reconfortante, su amor incondicional impreso en cada palabra.
—¿Ya se van? —preguntó con esa voz tan suya, entre dulce y estricta.
—Sí, señora Madeleine. Vamos al hospital para el chequeo de Cordelia —respondió Zafiro, con esa cortesía que usaba solo con ella.
Mi abuela se acercó y me dio un beso en la frente. Después miró a Zafiro con esa mezcla de afecto y amenaza que le dedicaba a quien había osado robarle a su nieta.
—Cuida bien de mi niña.
—Relájese, suegra. Prometo cuidarla más que a mí misma.
—Más te vale... —dijo, alzando una ceja.
—Abuela, ya basta —intervine entre risas, mientras salíamos al aire libre.
La brisa de octubre nos acarició el rostro. El otoño teñía las calles de dorado y cobrizo, las hojas crujían bajo nuestros pasos, y por un instante, el mundo parecía en pausa.
Zafiro me soltó con cuidado, pero se mantuvo cerca, atenta a cada paso que daba. Me sentía fuerte, pero sabía que mis movimientos aún eran torpes. Cada metro recorrido era una pequeña victoria... y ella era mi público más orgulloso.
Entonces, un auto pasó demasiado cerca, demasiado rápido. El sonido me atravesó como una cuchilla. Instintivamente grité y cubrí mis oídos, paralizada. Sentí el vértigo, el miedo, el ruido del accidente regresando como un eco cruel.
—Tranquila, estás a salvo, mi corderito... —susurró Zafiro, rodeándome con los brazos como un escudo humano. Su aliento tibio acarició mi oreja. Su aroma me devolvió a tierra firme.
—Odio los autos...
—Lo sé, amor... Pero ya pasó. Estoy aquí. Te voy a proteger siempre.
La creí. No por sus palabras, sino porque todo su ser estaba construido para cuidarme.
Llegamos al hospital minutos después. Adrien, el doctor que me había atendido desde el primer día, nos recibió con una sonrisa cansada pero sincera. Sus ojos se posaron sobre mí con genuina curiosidad.
—Cordelia, cuánto has avanzado. Se nota que has estado trabajando duro.
—Un poco... Todavía me canso, pero ya puedo caminar sin ayuda.
—Eso es excelente. Si no te molesta, necesito examinarte. ¿Puedes quedarte en ropa interior?
Asentí sin dudar. Ya era rutina.
Me quité el abrigo y la ropa lentamente, concentrada, hasta quedar en ropa interior. Sentí la piel erizarse, no solo por el frío. Alcé la vista, y allí estaba ella. Zafiro. Sentada en una silla, inmóvil. Su mirada... no era suave. Era intensa, profunda, como si pudiera desnudarme más allá de la piel. Me miraba como si hubiera estado esperando ese momento toda su vida. Esa oscuridad en sus ojos me desarmó. Sentí mis mejillas arder, mi respiración alterarse.
"Cómo la odio... Es tan atrevida..."
Pero también la amaba por eso. Porque incluso cuando me sentía vulnerable, su deseo por mí no era carnal, era sagrado. Me hacía sentir viva. Bella. Real.
Suspiré, avergonzada, pero feliz.