El aroma del café recién hecho llenaba la cocina mientras Violetta removía lentamente la sopa en la olla. La mañana transcurría en una rutina silenciosa, interrumpida solo por el sonido del cuchillo golpeando la tabla de cortar. La casa estaba en calma, o al menos eso parecía.
Robert había dejado su teléfono sobre la mesa antes de meterse a la ducha. Violetta no le prestó atención al principio, concentrada en terminar el desayuno. Sin embargo, el sonido incesante de las notificaciones la distrajo. Pensando que podría ser algo del trabajo, tomó el dispositivo con intención de llamarlo. Pero entonces, una vista rápida a la pantalla la detuvo en seco.
📱 "Te extraño. ¿Cuándo volverás a verme?"
El mensaje la dejó helada. No era para ella. Su corazón se detuvo por un segundo antes de latir con fuerza descontrolada. En la parte superior de la pantalla, un nombre acompañaba el mensaje: Isabella.
Un nudo se formó en su garganta. Sus manos temblaban mientras releía esas palabras una y otra vez, como si su mente se negara a aceptar la realidad. Sintió que todo se desmoronaba a su alrededor. La enfermedad ya le había robado demasiado, pero nunca pensó que Robert también lo haría.
Intentó calmarse, respirando hondo, pero su mirada se nubló por las lágrimas contenidas. Nunca tuvo la oportunidad de decirle a Robert sobre su enfermedad. Siempre estaba "ocupado", siempre tenía una reunión, un viaje, una excusa para no estar en casa. En el fondo, Violetta quería creer que era por el trabajo, pero ahora la verdad la golpeaba con fuerza: Robert no estaba ausente por compromisos laborales, sino por alguien más.
Con el corazón roto, supo que este otoño no sería como los demás.
Cuando Robert salió de la ducha, Violetta ya había colocado el desayuno en la mesa. Su corazón latía con fuerza, pero mantuvo el rostro sereno, fingiendo que todo estaba bien. No quería una confrontación. No ahora. Apenas podía con el peso de su enfermedad; sumarle una pelea con su esposo la haría colapsar.
—El café está caliente —dijo, sin levantar la mirada.
Robert se sentó y tomó un sorbo, distraído con su teléfono. Violetta sintió un escalofrío recorrerle la espalda cuando vio cómo sus labios esbozaban una pequeña sonrisa al leer algo en la pantalla. Sabía que era ella. Isabella.
—Hoy llegaré tarde. Hay una reunión importante en la oficina —dijo él, sin mirarla.
Una excusa más. Otra mentira que se sumaba a la lista.
Violetta se limitó a asentir y siguió removiendo su sopa, sin apetito. Se llevó una mano al abdomen, sintiendo una punzada de dolor. Su cuerpo estaba debilitándose cada día más, pero Robert no se había percatado. O tal vez, simplemente no le importaba.
Quiso decirle. Quiso contarle sobre la leucemia, sobre el miedo que la consumía. Pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta. Él estaba tan distante, tan ausente… No tenía sentido aferrarse a la idea de que su apoyo cambiaría algo.
Lo observó tomar su maletín y darle un beso en la frente antes de salir, como si nada pasara. Como si ella siguiera siendo la misma mujer de antes, sana y llena de vida.
Cuando la puerta se cerró tras él, Violetta dejó caer la cuchara en el plato. Su respiración se volvió irregular y las lágrimas, que había contenido con tanta fuerza, comenzaron a rodar por sus mejillas.
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El día transcurrió en un lento y doloroso silencio. Violetta pasó la tarde en la sala, mirando fijamente la pantalla del televisor sin realmente prestar atención. Su mente estaba atrapada en una espiral de pensamientos, cada uno más abrumador que el anterior.
Afuera, las hojas crujían con el viento otoñal. La estación avanzaba con su característico tono nostálgico, arrastrando consigo los últimos vestigios de calidez. Violetta siempre había amado el otoño. Le recordaba las tardes de su juventud, cuando ella y Robert paseaban por el parque de la universidad, riendo sin preocupaciones. Pero ahora, el otoño parecía burlarse de ella, recordándole todo lo que había perdido.
El sonido del teléfono la sacó de sus pensamientos. No era Robert. Él no solía llamarla en el día, al menos no últimamente. Tomó el celular con cierta apatía y vio el nombre en la pantalla: Dr. Javier Muñoz.
Respiró hondo antes de responder.
—¿Diga?
—Violetta, ¿cómo te sientes hoy? —La voz de Javier era cálida, preocupada.
Cerró los ojos por un momento, como si eso pudiera ocultar su estado emocional.
—Bien… Lo de siempre.
—¿Has comido? ¿Te has sentido mareada?
Ella sonrió con tristeza. Javier se preocupaba más por ella que su propio esposo.
—Sí, he comido. Y no, no me he sentido mal —mintió.
No tenía fuerzas para hablar de la punzada constante en su pecho, ni del cansancio que la hundía cada vez más. Javier no insistió, pero ella sabía que podía notar la mentira en su voz.
—Recuerda que tienes tu próxima cita en dos días. No faltes, por favor.
—No lo haré.
Colgó la llamada y dejó el celular sobre la mesa. Javier era su médico, pero también alguien que, en los últimos meses, se había convertido en un apoyo inesperado. Era él quien la animaba a seguir, quien le recordaba que su vida aún tenía valor.
Suspiró y se levantó del sofá. No podía quedarse todo el día sumida en la tristeza. Caminó hasta la habitación y abrió el armario. Allí, entre la ropa colgada, encontró su abrigo favorito. Uno que Robert le había regalado hacía años, en otro otoño, cuando aún la amaba. Se lo puso y salió al balcón.
El viento frío la envolvió de inmediato, pero no retrocedió. Miró las hojas cayendo, la ciudad moviéndose con normalidad. Todo seguía su curso, como si su mundo no se estuviera desmoronando.
Apoyó las manos en la baranda y cerró los ojos. No sabía cuánto tiempo le quedaba, pero si algo tenía claro era que no quería desperdiciarlo llorando por un hombre que no la valoraba.