CAPÍTULO XIII
Edrian
Todo a mi alrededor estaba desierto, excepto quizás por un par de animales a unos cuantos metros de distancia. Había sido una pesadilla, solo eso, el problema es que había sido tan real que me costaba asimilarlo. El rostro de Lucifer aún estaba grabado en mi cabeza como si estuviese viéndolo frente a mí; las runas debían de haberme afectado más de lo que creía, los sueños que había tenido eran una prueba de ello.
Me levanté del suelo lentamente, pendiente de cualquier movimiento cercano que pudiese indicarme que alguien estaba cerca. El suave murmullo del viento moviendo las copas de los árboles fue lo único que llegó a mis oídos; no había nadie, estaba completamente solo. Me acerqué nuevamente al arco de la protección; las runas ya no brillaban en la piedra opaca, pero pude sentirlas quemar en mi piel, las había absorbido, ahora eran especies de tatuajes en mis brazos y mis manos.
Di un paso vacilante y traspasé el arco. No ocurrió nada, era como si la protección nunca hubiese estado allí, pero sabía que debía hacer algo al respecto. Me di media vuelta y saqué el athame de mi cinto; lo acerqué a mi mano izquierda y rompí con él la palma de mi mano. Un líquido negruzco brotó lentamente de la herida, tomé nuevamente la Custodis y clavé el metal forjado sobre la superficie de la piedra. El contacto entre ambos objetos produjo chispas, pero la daga penetró la dura superficie como si se tratase de arena. Tracé la misma runa que estaba grabada en mi antebrazo. La piedra no se quebró ni rajó, y la figura brilló en la oscuridad por unos segundos, acerqué la palma de mi mano a la piedra. La sangré manó de mi herida y recubrió la runa en cuestión de segundos; la protección absorbió todo el liquido hasta secar la cortada por completo. Estaba hecho, sentí como inmediatamente las runas se activaron. Di media vuelta nuevamente en dirección a la cabaña, el aroma de Ana lo impregnaba todo guiándome hasta el lugar donde habíamos sido felices una vez y dónde quizás los recuerdos terminaran matándome.