Redención

Capítulo XV

CAPÍTULO XV

Mikael

—Ha desaparecido—dije apenas bajé las escaleras del sótano—. No debí haberla dejado sola, sabía que estaba planeando algo.

¿Cómo que ha desaparecido? —inquirió Castiel furioso—Es imposible.

Los arcángeles iban bajando a tropeles unos detrás de los otros. Todos habíamos sentido el aumento de energía procedente de aquel lugar y habíamos abandonado inmediatamente el conclave para investigar lo que había ocurrido. Nunca me habría imaginado que Ana sería capaz de romper la protección que mantenía prisionero a Cristian y liberarlo; pero lo había hecho, y ahora ambos habían desaparecido sin dejar rastro.

—¡Esto es inaudito!—bramó Castiel colérico— Es tu culpa —acusó apuntándome con la mano—. Tú debías protegerla, en cambio le permitiste andar a sus anchas mientras el conclave entero estaba reunido.

Su rostro estaba distorsionado por la cólera, estaba perdiendo la compostura; intenté mantenerme estoico a pesar de lo que sentía. Mi hermano caminó lentamente hacia mí sin separar su mirada de la mía.

—Quizás es lo que querías ¿No?—acusó suavemente para que solo yo escuchara (Cosa que no era necesaria, pues todos en la habitación eran capaces de escuchar tan bien como yo)— Hay un traidor entre nosotros después de todo. Nadie está libre de sospecha.

—¿Qué estás insinuando? —pregunté esta vez enojado, pero sin alterarme— ¿Por qué no aclaramos esto de una vez? Di lo que tengas que decir, hermano.

Castiel dio media vuelta con las manos extendidas, y dirigiéndose a todos los presentes comenzó a hablar.

—Es más que obvio, que todos los que estamos aquí, conocemos de la existencia de un traidor entre nosotros—el silencio seguía siendo sepulcral mientras hablaba—. Alguien que tiene acceso a las profecías, con un alto rango entre nosotros, en quien confiamos ciegamente—su voz era suave pero decidida, digna de un orador—. Estamos en un momento crucial en la historia, un momento definitivo. Nuestro hermano—dijo esta vez clavando su mirada en la mía—, fue quien recomendó que Ana tomase el lugar que le correspondía a Gabriel entre los Sefirots, fue él quien convenció a todos de que era el destino, que las profecías así lo establecían. Y días después, es él mismo quien la deja sin protección; a ella, quien fue marcada por la triada de tronos para poseer el Trikel—los arcángeles que no habían estado esa noche en el conclave cuando habíamos realizado la invocación, nos miraron sorprendidos por la noticia, ellos también sabían lo que aquello significaba—. Nuestro hermano ha dejado escapar al arma más poderosa sobre la tierra en estos momentos, por su descuido los demonios podrían encontrarla y asesinarla. Tú, hermano, has dejado caer la desgracia entre nosotros... La pregunta es, ¿Ha sido esta siempre tu intención?

Todos los presentes posaron su mirada sobre mí, demandaban una respuesta enseguida. La rabia comenzaba a bullir en mí de una forma que nunca antes había sentido.

—Creo que no está en tus manos hacer acusaciones, hermano—le recordé.

—¿No lo piensas negar?—resopló asombrado.

—¿Te olvidas de que fui yo quien desterró a Lucifer del cielo?—inquirí colérico— Que fui yo quien lo condenó al infierno de por vida, que yo estuve en la playa la noche en que intentaron revelarse nuevamente, y que fui yo quien acabó con ellos otra vez.

—Nada nos ratifica que esté realmente muerto —replicó sin inmutarse—, tal vez es parte de tu plan.

Mis manos comenzaron a temblar descontroladamente, la furia que sentía corroía mis entrañas; deseaba con tantas fuerzas hacerlo tragar sus palabras.

—Todas las características que antes mencionabas pueden ser aplicadas en tu contra, querido hermano —refuté una vez me hube calmado—. Conocías al igual que yo las profecías, compartimos el mismo rango y todos confían ciegamente en ti. ¿Qué nos puede asegurar que el traidor no eres tú? Después de todo, el culpable siempre intenta desviar la atención de sí mismo.

—¿Cómo te atreves? —inquirió indignado, la rabia pintada en su rostro, estaba a segundos de atacarme...

—¡Basta! —bramó una voz en lo alto de las escaleras.

Metatron se encontraba en la entrada del sótano. Su túnica brillaba en comparación con la de los demás. A su llegada todos guardaron finalmente silencio.

—Están permitiendo que las emociones humanas los dominen—replicó suavemente, pero su voz era poderosa —. No podemos juzgarnos los unos a los otros, somos hermanos. Este debe ser un momento de unión. Estamos a punto de embarcarnos en la más peligrosa de las batallas por la salvación de la humanidad, de la creación más sagrada de nuestro Padre, y ustedes se comportan como enemigos culpándose los unos a los otros. El traidor, quien quiera que sea, tendrá su castigo al final; no está en nuestras manos el determinar quien es culpable o no.

Castiel bajó la cabeza apenado, pero sabía que ese no era el final de la discusión, jamás se detendría hasta convencer a todos de que yo era el traidor; debía encontrar a Ana pronto, antes de que cayera en manos equivocadas, ella era la única salvación.

—Mikael, sígueme —pidió Metatrón dándome la espalda en dirección a las escaleras.

Volvimos al gran salón, solo que esta vez estábamos solos, el arcángel cerró las puertas y se posicionó al final de la mesa.




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