CAPÍTULO XX
Ana
Las manos me temblaban de lo nerviosa que estaba, si algo salía mal en ese momento, todo sería mi culpa. Estaba a punto de liberar a Edrian de las runas y descubrir si todo lo que me acababa de decir era cierto, que aún no se había entregado a los demonios y seguía luchando contra su destino al igual que yo.
—Estás dudando—comentó Cristian pasando a mi lado.
—No estoy dudando, pienso soltarlo—repliqué en voz baja también, para que Edrian no escuchara.
—Si no hubiese un atisbo de duda en ti, ya lo habrías soltado hace tiempo.
Lo miré de reojo enojada, odiaba cuando hacía ese tipo de comentarios. Me acerqué a la protección nuevamente y me arrodillé en el suelo acercando la mano a las runas. Presioné mi palma sobre una de ellas y sentí una leve vibración antes de que se rompieran bajo mi toque.
Edrian se puso de pie. Me miró por primera vez sin la protección de las runas entre nosotros. Se quedó allí, de pie, mirándome como si fuese la primera vez que lo hacía en años. Yo me quedé absorta mirándolo a los ojos, entendía lo que sentía; de alguna manera, para nosotros habían pasado años y no solo semanas o meses desde la última vez que nos habíamos visto.
Dudándolo dio un paso hacia mí. Mis manos comenzaron a temblar nerviosas, estaba a punto de tocarlo. Dio otro paso acercándose aun más. Una pequeña corriente eléctrica me recorrió la espalda. Otro paso, solo menos de un metro de distancia. No aguantaba la ansiedad, quería tenerlo entre mis brazos. Como dominada por un impulso incontrolable, sonreí y corrí hasta él; me aferré fuertemente a su cuerpo, hasta que una corriente, demasiado fuerte, demasiado real, comenzó a quemar mi cuerpo; a infligirme un sufrimiento descomunal, me aparté enseguida gritando de dolor.
—¿Qué ha sido eso? —inquirí aterrada.
—Te lo advertí, Ana —replicó Cristian desde una silla a unos metro de nosotros—. Es la naturaleza de ambos ahora, sus mentes puede ser que no se repelan, pero sus cuerpos sí lo hacen.
—¿No puedo tocarte? —inquirí mirando a Edrian, deseando que me dijese que Cristian estaba errado, que había otra explicación.
Pero no necesité escuchar sus palabras, su mirada lo decía todo. Él también lo había sentido; el rechazo que emitía nuestros propios cuerpos; no importa lo que hiciéramos estábamos condenados.
—Quizás sea lo mejor—replicó con un murmullo—. No te convengo.
Me quedé fría en el acto, sin saber qué decir, no podía creer las palabras que había pronunciado, ¿Cómo podía decir aquello?
—¿De qué hablas? —pregunté apenas recuperé el habla.
—¡Mira en lo que nos hemos convertido! —exclamó señalándonos— Todo esto ha sido un error desde el comienzo, nunca debí haberte salvado.
Sus palabras eran como cristales rotos clavándose en mi cuerpo, no podía escucharlo, no quería escucharlo, pero sus palabras seguían brotando imparables de su garganta.
—Estábamos condenados desde el principio. Esta es la razón por la que un ángel no puede amar a un humano; es antinatural, está prohibido. Mira todo lo que hemos hecho. Nunca nos permitirán estar juntos. Nos hemos convertido en nuestros peores enemigos. ¿Quieres saber que sentí cuando me tocaste?
Su voz estaba cargada de odio, resentimiento, aprehensión. Sentía que cada musculo de mi cuerpo se tensaba a tal punto que sentía que me iba a romper en cualquier momento.
—Lo único que sentí fue odio —replicó con amargura en la voz—. Quise matarte con mis propias manos, destruirte. ¡Esto es lo que soy ahora, un monstruo, un demonio! Los ángeles no pueden amar a alguien como yo.
—¡Basta! —bramé con todas mis fuerzas, quería que se callara que dejara de hablar.
Sentí una fuerza sobre natural llenarme por completo, era la misma energía que había acudido a mí en el callejón cuando estaba con los rastreadores. Sentía que comenzaba a perder el dominio de mí misma. Cerré los ojos concentrándome en ese preciso momento, era necesario que permaneciera poseyendo el control de mi cuerpo, no podía sucumbir ante el poder de la Sefira.
—¡Basta! —volví a gritar— Escucha lo que estás diciendo. ¿Crees que para mí ha sido fácil? ¿Piensas que no siento estas ganas de acabar contigo al igual que tú? No me importa lo que eres, sé que dentro de ti aun existe el Edrian que conocí, se que sigue ahí y no pienso darme por vencida.
—No hay nada, Ana. No queda absolutamente nada de ese Edrian dentro de mí.
—¿Entonces por qué no has acabado conmigo? —inquirí retándolo a que comprendiese— ¿Por qué sigues parado frente a mí sin hacerme daño?
Edrian bufó por lo bajo en una especie de risa contenida.
—¿Qué te hace pensar que no lo haré?
Su mirada se clavó en la mía. Enarcó su ceja derecha en son de desprecio.
—Entonces hazlo —lo reté nuevamente, pero mi voz no sonó tan segura como hubiese deseado—. Acaba conmigo.
Lo vi apretar su puño y contraer los labios mostrándome sus dientes. Cristian se irguió a mi lado preparado para el ataque.
—Mátame —repliqué—. No opondré resistencia alguna. Si esto es lo que deseas, hazlo. Vine aquí buscando al Edrian a quien amé, si ya no queda nada de él en ti, entonces acaba conmigo de una vez; no tiene sentido seguir luchando por existir cuando ya no tengo nada por lo que pelear.