Redención

Capítulo XXIII

CAPÍTULO XXIII

Mikael

—Vamos, ¿Dónde estás? —murmuré furioso.

Llevaba horas tratando de rastrear la energía de Ana, pero era como si no existiera. No había señal de ella por ningún lado, no lograba ubicarla en ningún punto terrestre, pero sabía que debía estar aquí, en algún lado; aunque a estas alturas bien podría estar en la otra parte del mundo. Lo único que se me venía a la cabeza era la posibilidad de que estuviese buscando a Edrian, si es que no lo había conseguido ya.

—No deberías estar perdiendo tu tiempo de esa manera —replicó una voz delicada a mi espalda.

Uriel se acercó a mí y colocó su mano sobre mi hombro.

—No la encontrarás, ninguno de nosotros puede; no a menos que ella así lo desee.

—Lo sé —admití—, pero aun así necesito encontrarla. No podemos enfrentarnos a los demonios sin ella. Los Sefirots no estarían completos, nuestro poder estaría reducido.

—Aun así somos poderosos —objetó colocándose frente a mí.

—No lo suficiente. Necesitamos a Ana, ella debe luchar contra Edrian cuando el momento llegue, así está escrito.

Uriel alzó la vista al cielo y contempló durante unos minutos las estrellas. El cielo estaba sumido en una oscuridad absoluta, no habíamos visto la luz del sol en semanas y las plantas comenzaban a marchitarse y morir. El eclipse seguía ocultando al astro solar, era como estar condenados a una noche eterna.

—Las estrellas siempre han guardado los secretos del universo —dijo en tono meditabundo—. Algunos humanos han logrado descifrar muchos de ellos, sin embargó, la cantidad de conocimiento que guardan es tan amplia, que ni siquiera nosotros los conocemos todos. Las estrellas han estado ahí arriba desde mucho antes que nosotros, observando cada suceso, cada acontecimiento de la vida de los mortales. ¿No te has preguntado alguna vez por qué fuimos creados? ¿Cuál es nuestra misión?

—Somos guerreros —contesté enseguida, asombrado de que me hiciera aquella pregunta—. Fuimos creados para defender los cielos y proteger a las creaciones de nuestro Padre.

Uriel me miró a los ojos por unos segundos mordiéndose el labio. Éramos los únicos en el jardín de la mansión, los demás habían salido en una ronda de reconocimiento, debíamos eliminar a tantos demonios como fuese posible antes de la batalla final.

—Pero... —no estaba dispuesta a dejar el tema— ¿Eso es todo? Eres el único de nosotros que ha visto a nuestro Padre, ¿Alguna vez te lo ha dicho? ¿Te ha explicado por qué nos creó?

La miré a los ojos sin saber qué decir. Yo mismo me había hecho esas preguntas hacía muchísimo tiempo y nunca las había podido responder, nadie nunca me había explicado la verdadera razón de todo. Sin embargo, conocía muchos secretos, secretos que se me habían confiado y que llegado el momento correcto serían revelados.

—No está en nosotros cuestionarnos los motivos por los cuales suceden las cosas —repliqué calmadamente.

—¿No? —insistió Uriel— ¿Entonces debemos dejar que las cosas sucedan tal cual como están ocurriendo?

Guardé silencio por un momento. No sabía qué responder a aquello, las cosas no debían estar sucediendo de esa manera. Ana debía permanecer con nosotros, era demasiado valiosa. Su destino estuvo escrito desde un comienzo, así lo habían predispuesto las profecías, debía liderarnos en la batalla final y llevarnos a la gloria eterna.

—No lo sé —admití vencido—. Las profecías han definido el destino de todos, confío en que todo lo que ocurre es necesario para que se cumplan.

—¿Entonces, por qué insistes en encontrar a Ana? —inquirió arqueando la ceja, casi como si ese hubiese sido el punto desde un comienzo y al final hubiésemos llegado a él— Si el destino es que ella vuelva, entonces así será, y ni tú ni nadie podrá cambiar eso.

Supongo que tenía razón, debía dejar que las cosas siguieran su rumbo, pero no me confiaba de Castiel. A pesar de estar molesto al descubrir que Ana había escapado, parte de mí sentía que él así lo había deseado, que estaba feliz por el giro que habían tomado las cosas. Estaba demasiado involucrado en todo, su intento de poner a todos en mi contra había fallado, solo había logrado crear una brecha en nuestra confianza, una división que podía ser mortal para nosotros y para todos. Cuando llegase el momento de desenmascarar al traidor, me encargaría de hacerlo caer, solo necesitaba conseguir más pruebas, más evidencias que lo señalaran a él, y entonces, volveríamos a estar unidos, tal como siempre ha debido ser, y lucharíamos en la batalla final para ganarla.

Uriel permaneció en silencio junto a mí un rato más observando las estrellas. El silencio era tan pacífico, tan relajante, que te hacía sentir como si nada estuviese ocurriendo, como si fuese un día normal. La noche a pesar de su total oscuridad se me antojaba hermosa, majestuosa e imponente, aunque en cierta forma inquietante, pero solo era el preludio de lo que estaba a punto de suceder.

—Volveré a la casa —dijo Uriel rompiendo mi concentración—. Veré si hay nuevas órdenes. No te tortures mucho tiempo tratando de encontrarla, hermano.

Dicho esto, se esfumó en la oscuridad como una llama que se apaga con el viento. Cerré los ojos fuertemente concentrándome en Ana otra vez, debía haber algo, alguna pista, lo que fuese, que me llevara hasta ella. Pero no era suficiente, cualquier destello de energía que llegaba a mí, se evaporaba aun antes de que pudiese verla. Una idea apareció en mi mente casi al instante, llevaba todo el día pensando en esa posibilidad y no podía creer que no lo hubiese hecho antes. Cerré los ojos y me concentré en la energía de Edrian, tanta oscuridad concentrada en un solo cuerpo no debía ser muy difícil de encontrar.




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