Macaria
La pequeña mano de mi hijo se aferraba con fuerza y temor a la mía, observaba todo a su alrededor con curiosidad y miedo a partes iguales.
—¿A dónde vamos, mami? —Preguntó, su vocecita sonando débil e insegura.
No me gustaba cuando hablaba así, sobre todo cuando le he reiterado muchas veces que yo estaría siempre para protegerlo, que no debía temer a nada ni nadie.
—Vamos a Rodorio, enano—Masculló Enio, volteando la cabeza para mirarnos y caminando con despreocupación frente a nosotros—. He insisto en que deberíamos haberte cambiado el color de cabello, solo por si acaso.
Solo observé como Lesath abrió mucho los ojos cuando ella dijo aquello.
—A mí me gusta el azul—Aseguró.
Cimopolia soltó una risita.
—Lo has escuchado, le gusta el azul—Respondió con diversión mientras compartía una mirada cómplice con Lesath—. ¿Por qué permaneciste con los ojos grises?
—Es el color de las cenizas que quedan cuando destruyo alguna ciudad—Masculló, enarcando una ceja—. No iba a cambiar eso.
El cambio fue muy drástico para las tres, pero debíamos de implementarlo si queríamos pasar de apercibidas entre todos estos mortales.
Enio pasó del cabello largo y rojo como la sangre, a tenerlo castaño, ondulado y corto hasta los hombros, sin embargo, no cambió el color gris de sus ojos. Y estaba segura de que no iba a hacerlo jamás.
Cimopolia, que tenía el cabello blanco y los ojos de una mezcla entre azul y verde, ahora era pelinegra y sus ojos adquirieron solo una tonalidad: la verde.
Por el contrario, mi cabello ondulado color gris plomizo cambió a negro y mis ojos oscuros a azul zafiro.
Muy parecido a los de Lesath.
Aunque, lastimosamente, no pude igualar el tono.
—Sigo creyendo que esto es una pésima idea—Mustié, siguiendo el camino que Enio y Cimopolia trazaban al frente—. Nos estamos metiendo en territorio enemigo.
Percibí como la diosa de las tempestades comenzaba a volverse para responderme, no obstante, nunca lo hizo pues fue Enio quien habló primero.
—¡Nombres!
—¿Qué?
Nos detuvimos en seco para observarla fijamente y con preguntas arremolinando en nuestros ojos mientras Lesath miraba todo el espacio con fascinación.
—Necesitamos nombres—Aclaró la diosa—. No vamos a pasear por territorio mortal llamándonos como si estuviéramos en los Elíseos ¿verdad?
—¿Y qué propones?
Ante la pregunta de Cimopolia, Enio ensanchó su sonrisa.
—¡Yo quiero conservar mi nombre! —Exclamó inmediatamente mi hijo, mirándome con súplica.
Así que asentí, porque su nombre tenía un significado inexplicablemente importante para mí.
No iba a cambiárselo.
—Por supuesto, cariño—Le aseguré.
Entonces él sonrió satisfecho y Enio rodó los ojos al cielo.
—Tú te llamarás Gabriella—Me señaló— ¿O prefieres llamarte Grettel?
—¿De donde sacaste esos nombres? —Farfulló Cimopolia, con un claro gesto de desagrado.
—Los habré escuchado de algún lugar—Explicó vanamente—. Y, gracias a tu pregunta, a ti se te quedará el de Gabriella y a Maca el de Grettel.
Con Cimopolia compartimos una mirada de disgusto y desagrado a partes iguales, sin embargo, la diosa destructora de ciudades no parecía querer cambiar de opinión.
—¿Cuál será tu nuevo nombre, tía Enio?
—Melek.
Fue, en ese momento, cuando la tierra tembló y, a lo lejos, en lo que parecía ser el Santuario, unos destellos de cosmo dorado se elevaron en el cielo, junto a un destello plata que los lideraba, se perdieron en el amplio espacio de este, dándonos cuenta de que el plan de Enio había funcionado.
Porque Athena y sus caballeros estaban perdiendo el tiempo yendo al Inframundo para buscarnos en los Elíseos.
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Editado: 10.08.2024