Cimopolia
Mi tarea era simple y sencilla, solo tenía que recorrer, disimuladamente, cada centímetro del perímetro que abarcaba el santuario para saber cómo deberíamos atacar, o bueno, realmente lo era hasta que el caballero de Acuario me interceptó cuando quise acercarme a las doce casas.
—Te perdiste—Repitió lo que le había dicho en una afirmación. Su rostro era tan inexpresivo que no podía adivinar que cruzaba por su mente en estos momentos—. ¿Qué acaso no llevan años viviendo en Rodorio?
Una de sus cejas aguamarina se enarcó ligeramente, podría jurar que el gesto fue casi imperceptible. Sin embargo, lo imité, porque eso no se lo había dicho a él, sino al caballero de Capricornio el día que me regaló unas manzanas para Lesath.
—¿Se supone que usted deba saber eso si yo no se lo he contado?
Su ceja bajó.
—Es parte de mi trabajo—Fue lo que respondió, sus labios torciéndose en una línea recta—. Ahora bien, no ande por donde no le incumbe. No creo que alguno de mis compañeros le crea a que se ha perdido como lo he hecho yo.
Sonreí, intentando disfrazar los toques de burla en mi expresión.
—¿Diría usted que soy buena mentirosa, entonces?
Me sorprendí hasta a mí, nunca fui de hacer irritar a las personas. Más bien ellas me irritaban a mí.
—Para sus veintidós años yo diría que su capacidad de mentir es mediocre—Murmuró sin darse cuenta, no obstante, cuando se percató de ello, pude ver el asombro en sus ojos y quise preguntar como sabía que esa era la edad que acoplamos, pero se me adelantó—: Lo siento, solo dije la edad que tendría mi hermana ahora y que usted aparenta. Es todo.
—¿Su hermana? —Pregunté por inercia, tomando asiento en una de las rocas, muchos escalones antes de llegar al templo de Aries.
Ni Macaria ni Enio estarían de acuerdo si me vieran en esta situación, pero, extrañamente, no me importaba.
No hoy.
Camus asintió y yo no sé como he descubierto su nombre sin preguntárselo.
—Nadie me cree cuando digo que la tengo—Confesó de pronto. Parecía estar en confianza conmigo y no entendía la razón—. Y que no solo es una, sino dos—Sus ojos se desviaron a un punto lejano antes de que se cerraran y se volviera a mí—. Sueno como un loco, no sé porque he dicho esto.
Negué.
—En absoluto—Aseguré, cruzando un mechón de cabello negro detrás de mi oreja mientras mis ojos encontraron los suyos con rapidez y algo similar a la desesperación—. ¿Por qué no le creerían?
Me regaló una sonrisa pequeña, ladina y fugaz, antes de mirar un punto en el extenso cielo sobre nosotros.
—Porque nadie las ha visto—Respondió—. Porque solo las recuerdo yo.
Y así como solo Camus recordaba a sus hermanas, solo yo sabía porque, cuando vi la fragilidad en aquella capa de hielo que era él, lo abracé.
🌠🌠🌠
Niké
—¿En verdad no podemos ampliar la barrera hasta la ciudad? —Pregunté, observando como el caballero de Piscis plantaba un sendero de rosas en el perímetro antes de llegar a la casa de Aries—. Es justo que los aldeanos también estén protegidos, aunque solo sea con rosas envenenadas que impidan a los enemigos entrar.
Los ojos celestes de Afrodita me observaron mientras me extendía una rosa de las que plantaba y que no dudé en tomar.
—A usted no le hace daño, aun cuando está envenenada—Susurró—. Eso es porque es una diosa, pero ¿Qué ocurre con los mortales si siquiera respiran el aroma de esta rosa?
—No había pensado en eso—Musité con pena, mis ojos perdidos en la rosa roja como la sangre y, por alguna extraña razón, decidí ser sincera en ese momento—. Ni Athena ni yo sabemos que hacer ya, no sabemos la hora exacta en la que decidirán atacar ni como lo harán. No sabemos si deberíamos de pedir ayuda, pero ¿a quién? ¿a los espectros del padre de Macaria? ¿quizá a los marinas del padre de Cimopolia? ¿o rogarle a Zeus, el padre de Enio, que nos ilumine?
La situación en sí era mala, pero ¿sin ayuda alguna? Eso definitivamente era aun peor que el que Camus tuviera a una pelinegra en brazos casi frente al templo de aries.
Una pelinegra muy familiar para mí.
¿De dónde la conocía?
Afrodita ni se inmutó, aun cuando mi máscara se estaba cayendo a pedazos frente a él.
—Todo tiene solución, incluso la muerte, diosa Niké. Solo tenemos que encontrarla.
Fue, en ese momento, que vi a una chica pelinegra que aparentaba mi edad escabulléndose con un niño de cabellos azules tomado a su mano detrás de unos árboles e, instantes después, al caballero de Escorpio yendo por la misma dirección que ellos.
Sabía que estaba prohibido que el amor de los caballeros de Athena estuviera en alguien más que no fuera ella, pero no podía juzgarlos. A ninguno de los dos. Mucho menos al caballero de Piscis que sostuvo mi mano cuando le propuse encontrar al hijo de la diosa Macaria para que, al menos, tuviéramos una oportunidad en esta guerra.
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Editado: 10.08.2024