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ADVERTENCIA DE CONTENIDO:
+16 (puede contener: escenas inapropiadas; sangre).
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Una intermitente luz roja, acompañada de un persistente sonido de alarma, impregnaba el ambiente con una atmósfera de tensión. En París, todo el interior de las instalaciones bullía con personas que corrían de un lado a otro. La decisión había sido tomada y todos se preparaban para cumplirla: una orden de carácter superior, de ejecución inmediata e irreversible. Mientras tanto, por un pasillo que parecía alargarse a cada paso que daban, dos hombres caminaban inmersos en una tensa discusión sobre el destino de miles de vidas.
—Espero que seas consciente de lo que estás a punto de hacer —dijo el ministro, con voz contenida, pero con un destello de desesperación en sus ojos.
El hombre se giró lentamente hacia él, su postura era rígida como la de un soldado a punto de marchar al frente de batalla.
—Fui entrenado desde el inicio para cumplir en este tipo de situaciones —respondió, su tono carente de emoción, como si ya se hubiera despojado de cualquier duda—. Es mi deber. Usted, más que nadie, sabe que desobedecer una orden superior no solo me costaría mi puesto, sino también mi libertad... y arruinaría el resto de mi vida.
El ministro aceleró el paso, colocándose a su lado y con el ceño fruncido por la angustia.
—¿Pero crees que vale la pena arriesgar el futuro de miles solo por cumplir? ¡Por Dios, tú vas a pilotar esa máquina y será tu pulgar el que presione ese botón! —Su voz subió de tono, resonando por el pasillo, pero ninguno de los demás se atrevió a detenerse o mirar hacia ellos.
—Si no lo hago, morirán millones —replicó el piloto, sin inmutarse—. Y no pienso llevarme esa culpa a la tumba, sabiendo que pude haberlo evitado.
El ministro se detuvo de golpe, incapaz de seguirlo. Extendió la mano, como si al detener su avance pudiera detener también la decisión inminente.
—Debe haber otra forma de resolver esto... por favor, dame más tiempo —suplicó.
El piloto se giró brevemente, mirándolo por encima del hombro con una expresión carente de toda emoción.
—Si todos pensaran como usted, el mundo ya se habría acabado hace mucho —contestó con frialdad—. A veces, por aferrarnos a nuestra humanidad, permitimos que monstruos como ese crezcan y se arraiguen en nuestra sociedad. —Volvió a mirar al frente, sus pasos retomando el mismo ritmo decidido—. Lo único que se necesita es dejar de lado nuestros escrúpulos y actuar, o la situación será aún peor.
El ministro bajó la mano poco a poco, sintiéndose impotente.
—No... —murmuró, pero la voz de él se perdió en el alboroto de las alarmas y el murmullo distante de las conversaciones a su alrededor.
El piloto se enderezó con un último suspiro, como quien acepta una carga insoportable, y retomó el paso.
—Hasta luego, señor ministro.
Sin más, el hombre cruzó la siguiente puerta y desapareció en el laberinto de corredores, dejando al ministro solo, rodeado de un vacío que ni el caos del exterior lograba llenar.
El timbre de su teléfono rompió el ensordecedor silencio interno en el que había caído.
—¿Y bien? ¿Se encargaron de la misión? —preguntó él, luchando por mantener la voz firme.
—Así es, señor —respondió una voz al otro lado de la línea—. El águila está infectada. Este será su último vuelo.
El ministro cerró los ojos, conteniendo el aliento un instante.
—Bien hecho —murmuró, sintiendo que las palabras le quemaban en la garganta—. De todas formas, esa chatarra ya estaba oxidada. Todos pensarán que fue un accidente y nadie sospechará.
Cortó la llamada y apoyó la frente en la pared fría del pasillo, dejando que la luz roja parpadeante bañara su rostro con un resplandor inquietante.
—Inútil... cuánto busqué salvarte de la tragedia —susurró para sí mismo, su voz apenas era audible entre el bullicio—. Ahora es demasiado tarde.
Se quedó inmóvil, observando el pasillo vacío donde el piloto había desaparecido, como si esperara ver una sombra regresar. Pero no había vuelta atrás.
Lejos de ahí, en un lugar mucho más tranquilo, el eco de ese sacrificio resonaba de manera distinta.
De vuelta en casa, lo único que Marie deseaba era un momento a solas. Subió lentamente las escaleras, dejando que su mano rozara la barandilla. Al llegar a su habitación, se encerró sin decir nada. William y Cynthia notaron el comportamiento extraño de ella; no era sorprendente, considerando que habían visto juntos en la gran pantalla el trágico final del héroe enmascarado. Pensaron que era natural que un niño a su edad se encariñara con quien le había salvado la vida. Ellos también estaban afectados, recordando cómo, en el peor momento, él los ayudó.
Sin embargo, William se dio cuenta de algo más: lo extraño que resultaba que Connor no hubiera salido de su cuarto desde que llegaron. En una situación tan crítica como la actual, nadie debería estar durmiendo. Tras comentarlo con su esposa, ambos decidieron ir y tocar su puerta.
El cuaderno de Connor seguía abierto desde que salieron aquella mañana. En esas frías páginas aún quedaban sin completar los últimos ejercicios de matemáticas, un triste recordatorio de una rutina interrumpida. A su lado, la pluma con la que solía trazar sobre el papel yacía inerte. Marie la tomó con las manos temblorosas, observándola con melancolía antes de aferrarla a su pecho. Sentía que era lo único que le quedaba de aquel a quien había llegado a considerar un amigo, y su mente se vio inundada por la avalancha de recuerdos de todo lo que él había hecho por ella en esa noche.
—Gracias por todo... Connor —murmuró con un hilo de voz, sollozando mientras el aire parecía escapársele de los pulmones. Cada palabra era un suspiro que rasgaba el silencio, quebrando la calma de la habitación.