Reflejos del pasado

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Aún recordaba como si fuera ayer cómo sor Lucía le contaba, desde bien pequeña, la historia de su llegada al orfanato del Monasterio de las Clarisas. Lo adornaba de forma tan retórica que la hacía ver a sus ojos como un ángel caído del cielo. En verdad, así había sido para ella. Sor Lucía había alimentado y cuidado a aquel bebé como si fuera suyo. Le había educado en la fe religiosa y le enseñó la diferencia entre el bien y el mal, además de guiarle siempre por unos principios morales. Cuando Marina cumplió los dieciocho años, sor Lucía le hizo la esperada pregunta:

—Marina, cuando llegaste a mí, me sentí bendecida por el Señor. Dios sabe que te he enseñado todo lo que sé, y solo espero que elijas aquello que te haga más feliz. Ahora ya eres toda una señorita y debes decidir si quedarte con nosotras tomando los votos o abandonar la congregación y seguir tu camino fuera de estos muros. ¿Has meditado sobre lo que quieres hacer? —La muchacha había pensado muchas veces en ello y, aunque su corazón le pedía estar junto a sor Lucía, ella sabía que aquel no era su destino.

Quería descubrir el mundo del que tanto había escuchado hablar a las monjas, al párroco en sus sermones diarios e, incluso, del que había leído en los tomos de la biblioteca.

Había sido durante los preparativos de su viaje, cuando había visitado el cuarto de sor Lucía para tener una charla privada con ella, que la había descubierto leyendo un libro que no le resultaba familiar. Y eso era raro, porque Marina conocía todos y cada uno de los volúmenes de la biblioteca del convento. La monja, al hallarse descubierta, lo cerró y apartó lejos de la vista de la joven.

—¡Vaya! Veo que ha comprado un libro nuevo. ¿De qué trata? —Se interesó como era habitual en alguien de su edad.

—De fruslerías, nada que no hayas leído ya. —Cambió de tema de forma perceptible—. ¿Qué es lo que te trae a verme sin llamar siquiera a la puerta? —Había pronunciado aquella pregunta con cierto enfado y haciendo referencia a las normas que Marina había aprendido de pequeña y que parecía haber olvidado en cuestión de minutos.

«Los aposentos son lugar de oración y reflexión. No se podrá entrar en ellos a no ser que uno sea invitado».

—Perdóneme. No quise interrumpirla. Volveré en otro momento. Aún tengo que hablar con sor Emilia. No he perdido la esperanza de que me dé la receta de sus dulces —bromeó con el desparpajo que la caracterizaba.

—No sé si lo lograrás. —Sonrió la monja recuperando su habitual ternura—. Yo llevo conviviendo con ella muchos años y no lo he conseguido. Aunque también es verdad que tú eres la niña de sus ojos. Puede que, si le insistes un poco, termine cediendo.

—Entonces seguiré su consejo. ¡Ah! Y puede seguir leyendo. Prometo no volver a interrumpirla. —Sor Lucía había abierto la boca para replicar, pero Marina ya había cerrado la puerta tras de sí.

En lugar de ir en busca de doña Emilia como le había dicho a su «madre», la muchacha se escondió tras una columna y vigiló hasta que la monja abandonó su cuarto. La curiosidad hizo que Marina mintiese y entrase a hurtadillas en un dormitorio ajeno. No creyó a sor Lucía cuando esta le dijo que lo que tenía entre manos era un libro cualquiera. Marina había leído todos los libros del convento y algunos varias veces, y aquel con tapas de piel era demasiado lujoso para pertenecer a la congregación. Por otro lado, su «madre» solo le había mentido en un par de ocasiones, pero se le daba tan mal que sabía perfectamente cuándo esta decía la verdad y cuando no. Su aparente nerviosismo la traicionó desde el principio.

Comenzó a buscar el libro por los cajones de la mesa, después en el armario y, finalmente, debajo de la cama. Lo encontró escondido entre el colchón y el somier. Si era un libro tan banal, ¿por qué sor Lucía se había tomado tantas molestias para que nadie lo encontrara? Se sentó en la cama y lo abrió. Lo que leyó le sorprendió aún más.

Diario de Clara Serrano.

No se trataba de un libro de rezos ni de una novela. Aquel cuaderno era propiedad privada de alguien, pero en el convento no había ninguna muchacha con aquel nombre. ¿Cómo había ido a parar a manos de sor Lucía? Su «madre» había sido una monja dedicada, cuidando de las niñas huérfanas y aleccionando a las novicias. Por eso no se explicaba cómo tenía el diario de una desconocida. Sabía que no podía preguntarle. Solo mencionar el libro había sido causa de enfado. Hojeó rauda el cuaderno hasta que una hoja suelta cayó al suelo. La cogió entre sus dedos y, entonces, comenzó a leer:

Querida Marina,

Antes de conocerte siquiera, ya eras especial para mí. El fruto de mi amor sin límites por tu padre. Cuando por fin te miré, me sentí dichosa de tenerte entre mis brazos. Ambos creíamos que podríamos ser felices después de todo lo que habíamos superado para estar juntos, pero estábamos equivocados. El destino tenía otros planes.

Mi vida (y la tuya también), corre peligro y es por eso por lo que debo dejarte en manos de otras personas que seguro, te querrán tanto como yo y harán de ti toda una señorita.

Sé que no volveré a verte y no sabes cuánto me aflige. Será una carga que tendré que soportar cada minuto de mi existencia. Saber que compartirás tus alegrías y tus zozobras con otra persona que no seré yo, me desazona terriblemente, pero el saber que serás libre de vivir tu propia vida sin las malas influencias y el odio de la gente de aquí, me ayuda a dar este paso.

Si alguna vez lees esto, y me odias por lo que te he hecho, solo me queda decirte que te aferres a ese odio y no lo sueltes. Sigue adelante con tu vida y no mires nunca atrás.

Tu madre que te quiere,

Clara.

Había olvidado dónde se encontraba (el cuarto de sor Lucía) cuando, de súbito, la puerta se abrió y apareció la monja. Su semblante se mostró sorprendido, primero, para luego tornarse en decepción y enfado.




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