Regresar a Casa

Capítulo 9: Soy otra

A veces me miro al espejo y no reconozco a la que fui.

No porque haya cambiado mi rostro, ni mi cuerpo, ni mi ropa. Es algo más profundo. Es como si se hubiera apagado una voz interna que antes me gritaba cosas que ya no creo. Como si algo roto se hubiera soldado, no para quedar perfecto, sino para quedar firme.

No soy la misma. Y lo sé.

Antes vivía con el alma encogida. Como quien camina pidiendo perdón por existir. Como quien sonríe con miedo. Como quien no se cree digna de nada bueno.

Hoy no es así. No todo está resuelto. No todo es fácil. Pero hay algo adentro que ya no se quiebra con cada viento. Una raíz. Una certeza. Un centro que no tenía.

Volví a mí. Pero no a la de antes. Volví a una versión que nunca conocí: la que sabe que vale. La que ya no necesita disfraz. La que puede estar en silencio sin sentirse vacía.

Dios no me devolvió la vida que tenía. Me dio una nueva. Una que no depende del ruido, ni de la gente, ni de la perfección. Una que se construye desde lo real.

Y eso no se nota siempre por fuera. Pero se siente en cada respiración. En cada pensamiento que ya no me sabotea. En cada momento en que elijo seguir adelante sin esconderme.

No soy la misma. Y gracias a Dios… no quiero volver a serlo.

No se borró el pasado. No desaparecieron los recuerdos. Las noches oscuras siguen ahí, pero ya no me gobiernan.

Hay cicatrices. Y están bien.

Por mucho tiempo quise esconderlas. Cubrirlas con maquillaje emocional. Pretender que todo estaba superado, que ya no dolía, que era otra y punto. Pero aprendí que parte de ser “otra” es reconocer lo que me trajo hasta aquí.

Cada cicatriz tiene su historia. No para revivir el dolor, sino para recordar que sobreviví. Que fui sostenida. Que no estoy donde estaba. Que hubo un Dios que no se fue cuando todo se desmoronó.

Sí, hay días en que todavía duele. A veces un olor, una canción, una fecha me sacuden por dentro. Pero ya no me destruyen. Ahora solo me recuerdan lo lejos que he llegado.

Y si alguien me mira de cerca y ve las marcas, que las vea. Porque no me avergüenzan. Son parte de mi testimonio. Son evidencia viva de que Dios sana, pero también deja señal de lo que restauró.

Aprendí que una fe real no siempre luce perfecta. A veces cojea. A veces tiembla. Pero sigue. Y eso… eso es más que suficiente.

Por mucho tiempo me callé. No porque no tuviera nada que decir, sino porque creía que no tenía derecho a hablar. Me convencí de que mi historia no valía. Que nadie quería escucharla. Que lo mejor era quedarme al margen, en silencio.

Pero algo cambió.

Un día, sin planearlo, compartí lo que sentía con alguien. Y esa persona lloró. No por lástima, sino porque se sintió vista. Acompañada. Y entendí que cuando hablas desde la herida sanada, tu voz puede levantar a otro.

Volví a escribir. Volví a orar en voz alta. Volví a hablar con Dios como si estuviera sentada frente a un amigo. Sin formalismos. Sin máscaras.

Y lo más hermoso es que Él respondió. No con frases rebuscadas, sino con paz. Con dirección. Con compañía. Con esa presencia que ya reconozco sin dudar.

Mi voz volvió. Y con ella, mi poder. No el de controlar, sino el de dar testimonio. El de ser luz para alguien que aún camina en sombras.

No necesito tener todas las respuestas. Solo necesito seguir hablando con verdad. Y esa verdad, aunque frágil, es suficiente para sanar a otros… y seguir sanándome a mí.

No desaparecieron las batallas. Todavía hay días donde la tristeza intenta colarse. Donde las dudas vuelven disfrazadas de lógica. Donde los recuerdos quieren gritar más fuerte que la fe.

Pero ya no lucho sola.

Ahora peleo con luz. Con verdad. Con la certeza de que no importa cuán fuerte ruja la tormenta, mi barca tiene ancla. Y esa ancla se llama Jesús.

Caigo, sí. Pero ya no me quedo tirada. Me levanto más rápido. Me limpio el rostro con dignidad. Me abrazo con ternura. Porque entendí que ser fuerte no es no caer, es saber cómo volver a levantarse.

Ya no me castigo por sentir. Ya no me escondo por dudar. Aprendí que incluso en la lucha, Dios camina conmigo. Que su gracia no me exige perfección, solo sinceridad.

La oscuridad aún existe, pero ya no manda. Porque llevo luz dentro. Porque el Espíritu no se fue cuando todo se rompió. Se quedó. Y ahora es mi fuerza, mi voz, mi paz.

Sigo luchando, sí. Pero ahora… lucho con esperanza.



#2800 en Otros
#165 en No ficción
#810 en Joven Adulto

En el texto hay: vidareal, dios, testimonio

Editado: 06.09.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.