Reina Consorte

Quebrar a dos pilares

Alysa se recostó en la cama después de un largo día de trabajo; las cosas en el imperio marchaban de maravilla.

Solo uno que otro inconveniente con la corte, esa noche, la lluvia se había sentado en la capital; para algunos una fortuna.

Para otros sólo era lluvia.

Para el rey, una bendición de volver a ser niño.

Las puertas del balcón se abrieron sin ningún problema, al cuarto entró el rey mojado de pies a cabeza.

Descalzo, pero con una sonrisa oreja a oreja.

Se detuvo observando a su esposa quien lo fulminaba con la mirada; él solo la ignoró sonriendo.

—Sécate, estas mojando todo el suelo —recomendó quitándose la transa más los accesorios

Se desordenó la hermosa cabellera, dejando solo los accesorios del cuerpo.

Su esposo se desordenó el cabello, sosteniendo su cabeza en su mano.

—¿Es importante para las Bestias este clima? —preguntó

Él asintió con la cabeza.

—No todos los días puedes deleitarte con climas así, además, la lluvia en estos días es más cálida y no quema —se acercó a ella ignorando sus advertencias —¿Estás lista?

—Sí te secas estaré más que lista —comentó

Él se arrodillo recostándose en sus piernas.

—Déjame así —pidió cerrando los ojos

Sin mucho remedio Alysa aceptó disgustada; no le gustaba llevar ropa mojada en el cuerpo, pero a su marido no importo.

—¿No has sentido debilidad en los últimos días? —preguntó acariciando el cabello mojado del moreno

—No... —se quedó callado

Quería responder más; sin embargo, no tenía palabras para describir el cansancio que sentía, y sabía que se pondría peor al pasar los días, los meses, las horas del parto.

—No hemos anunciado al imperio, y en poco tiempo... tendré tres meses de embarazo

—¿Quieres invitar a tu familia? —inquirió

—No, no valen la pena —respondió seca

Si bien Daisha la había ayudado a ocultar las pruebas eso no bastó para que el imperio lo descubriera; tampoco para que sus padres la defendieran por qué sabían que la humillación por la que habían pasado no tenía perdón.

Una humillación que ellos mismos buscaron.

Incluso, después de vivir otra vez, el nombre de los duques no fue tomando en serio, cuentan que se alejaron de la alta sociedad hasta que toda la bruma de la emperatriz sin sangre noble perdiera popularidad.

—¿Quieres escuchar un cuento de Melione? —preguntó

Adrián levantó la cabeza con interés y la miró fijamente ganándose una cálida mirada de la reina, ella acarició su mejilla con ternura.

—Será bueno escuchar un cuento, además... a nuestro hijo le podría gustar —acarició el vientre de su esposa

La pequeña pancita de emperatriz empezaba a notarse.

Algo que le agradaba al rey.

Alysa se levantó, buscó entre los cajones de su biblioteca la carta que había escrito Dayan para ellos.

Adrián observó el reloj, era momento de ayudarla; lo supo también por las quejas de la emperatriz.

Alysa se apoyó en la biblioteca sosteniendo su vientre con dolor.

El calor en su sangre se transportaba, el corte del vientre se hacía notable, al igual que varias patadas.

No de infantes de 5 o 8 años, estas eran de adulto; similar a la que recibió por aquel hombre el día que murió.

Adrián, antes de que el dolor de su esposa empeorará, la cargó entre sus brazos y la llevó a la cama antes de que se retorciera.

Las lágrimas pronto serían notables.

—¿Será así cada vez que... que... los meses pasen? —inquirió tratando de ocultar los sollozos

Aunque esto no era posible porque empeoraba, los golpes eran más fuertes, quería acostarse en posición fetal, sentirse protegida.

Sabía que esto no sería posible. Adrián dejó su mano izquierda en el vientre de Alysa, la derecha en su cabeza.

—Respira —pidió

Alysa quería golpearlo, no estaba en condiciones para respirar como en otras ocasiones él se lo había pedido.

Ella solo cerró los ojos con orgullo, resentimiento, y otras cosas mientras su marido se encargaba de fortalecerla.

Un símbolo se creó en su vientre, iluminándose; el dolor pronto empezó a calmarse, esta vez pudo respirar como se lo había pedido; tranquilo, lento, relajado.

Tomó la mano de Adrián, giró su cabeza hacia él, abriendo los ojos tras ver los de su esposo.

Eran dorados, un dorado intenso qué le recordó su noche de bodas.

Él solo la observó de reojo cuando toda la luz que salía de la habitación se relajó.

Adrián bajó la cabeza, sentándose en el suelo y sostuvo su cabeza mientras su mirada trataba de volver a su estado normal.




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