Reina de corazones

Capítulo 2

Lo último que recordaba era a Román yéndose junto con Sabina mientras mi sangre se esparcía por el suelo y luego nada, todo era un vacío negro.

La noticia me dejó tan impactada, que no pude hablar, me dejé arrastrar hasta el interior de un cuarto detrás de la recepción. Fue hasta que se cerró la puerta que pude reaccionar.

—No conozco a ningún Hermann, ¿no escuchaste? —mi voz sonó más chillona de lo que planeé—. ¡Alguien me mató! ¡Me dispararon! Mi esposo me abandonó para irse con su amante. ¡Me dejó morir!

El tipo apretaba con fuerza mi brazo, me estaba haciendo daño, no podía creer que, aún después de soportar el dolor de la bala atravesando mi cuerpo, pudiera verme afectada por sus dedos enterrándose en mi piel. Escocía, como si estuviera al rojo vivo y mi sangre se volviera de fuego.

Una vez que me soltó, vi que estábamos en una especie de oficina, la luz de la lámpara en el escritorio era muy bajita, como si el foco estuviera librando su última batalla antes de fundirse. El tipo accionó el interruptor de pared, pero no funcionó. Soltó una maldición en francés y salió de ahí cerrando con seguro desde afuera.

La lámpara parpadeó tres veces antes de rendirse dejándome sumida en una profunda oscuridad.

De nada sirvieron mis gritos, ofensas y súplicas, en las que invertí demasiadas fuerzas, para que me sacaran, pues a pesar de que amenacé con traer a mi poderoso y reconocido marido quien sería capaz de patearle el culo a todos esos idiotas, nadie vino por mí.

Una vez que tenía la garganta al rojo vivo y me quedé sin palabras, me recargué en la pared más cercana para dejarme caer. Las palabras “homicidio” y “criminal” rondaban por mi mente.

Conocía de nombre a la familia Meyer, unos alemanes adinerados que al migrar invirtieron en la industria farmacéutica. Tenían laboratorios y otros negocios. Él y mi padre hicieron campaña para convertirse en gobernadores, pero mi padre fue quien ganó la gubernatura al final, desde ese entonces (hace año y medio), existía una rivalidad entre ambas familias.

Pero yo jamás los había visto, no sabía si tenían hijos, hermanos, sobrinos, para mí eran ajenos. Tal vez Román lo tuviera como enemigo, pues muchos querían matarlo, pero si eso era verdad, yo jamás me enteré.

Lo más irónico era que, morí por la persona que amaba, pero ahora me acusaban de asesinato.

Al poco rato mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y podía ver algunas siluetas, sin embargo, no distinguía bien la forma, maldito cuarto totalmente cerrado y sin una sola ventana para que entrara, aunque fuera la luz de la luna. Seguí la pared con mis manos hasta que hallé el interruptor.

Lo accioné y no funcionó, enfadada, lo prendí y apagué varias veces para desahogar la frustración y entonces se hizo la luz. Tuve que cerrar los ojos para evitar quedarme ciega.

Se trataba de un despacho desarreglado con documentos desorganizados y esparcidos por todas partes. Había gabardinas y sudaderas colgando de un perchero viejo, además de una pila de libros mal acomodados sobre el gran escritorio.

Para el desastre que había, no olía mal, pues el bote de basura estaba vacío y no había rastros de empaques de comida.

Me llamó la atención una caja arrumbada en un rincón, era lisa y gris, parecía de cartón. Me acerqué y vi en el interior muchos diplomas, reconocimientos, algunas medallas e incluso insignias.

Los documentos estaban en francés, no entendía, pero me centré en un papel que tenía pinta de ser un citatorio, tenía una fotografía en blanco y negro del maldito que me arrestó, abajo tenía un nombre: Yoav Lablé. Como punto para él, su retrato no le hacía justicia. Y no es que se viera mal, pero en persona era… Perfecto.

El librero tenía tomos sobre leyes, tácticas militares, medicina; el tipo sería interesante de conocer si no fuera detestable, suponiendo, claro, que este fuera su despacho u oficina. Intenté abrir algunos cajones, pero todos tenían seguro. Al final di con una pequeña caja metálica escondida bajo el escritorio.

Esperaba encontrar un anillo de matrimonio, tal vez alguna moneda de gran valor, incluso algún cuchillo fino. Definitivamente no una fotografía.

El niño de ojos azules sonreía alegremente, alzaba una mano por encima de su cabeza como si estuviera saludando. Se hallaba sentado sobre el pasto y un pato de juguete yacía a su lado. Se veía tan tranquilo y la imagen fue tan común, que por un momento olvidé que estaba metida en un aprieto de los grandes.

La parte trasera estaba en blanco, no había nombres ni fechas. Al mirar de nuevo al niño, me di cuenta del parecido increíble con Yoav. Mientras más lo miraba, más veía semejanzas, ¿podría ser su hijo?

El sonido de una llave en la cerradura me sacó del ensueño para apenas darme tiempo de guardar la fotografía y poner todo en orden. No me acusarían también de ser fisgona.

Mi mirada se encontró con la azul gélida de Yoav, fue suficiente para congelarme. Pude notar un ligero cambio en él, casi como si verme le diera lástima. Entonces se dio cuenta de que estaba excesivamente cerca del escritorio y su semblante cambió radicalmente.

—Deja eso —ordenó en un susurro que pareció más un gruñido—. No seas entrometida.

Me aparté lo más que pude esperando que se tragara el cuento de que apenas iba a revisar y en realidad no vi nada. Percibí un retazo de culpa apareciendo en mi interior, pero lo deseché al instante, tenía todo el derecho de buscar respuestas.

—Me dejaste encerrada —repuse mordaz—. No iba a quedarme sentada esperando a que vinieras por mí.

—¿Cómo prendiste la luz? —cuestionó.

—Magia.

Me miró, incrédulo, como si no esperara esa respuesta.

—Vámonos

¿A dónde?

Me pareció increíble que hablara español e inglés fluido. No quería menospreciar a los policías, pero la mayoría de los que conocía, solo hablaban el idioma del lugar en el que vivían. Así que existían dos opciones o tenía un rango elevado o tal vez aquí tenían una educación superior.




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